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LA LIBRERÍA

'El día del oprichnik', una ucronía zarista de Vladimir Sorokin

MURCIA. En determinado momento de la vida a uno le enseñan eso de que la historia es un péndulo, y luego, estando convencido de que la idea algo lleva de verdad —o mucho—, se lo refutan. La historia avanza repitiendo aciertos y errores del pasado, pero no de un modo tan equilibrado ni tan claro. La historia no se repite: solo algunas cosas. Esas cosas, en realidad, ni siquiera es que ocurran de la misma forma, y en todo caso, nada tiene de sorprendente, porque al fin y al cabo de lo que hablamos es de los derroteros que toman las pasiones e inercias humanas, y en ese terreno, no ha habido nada nuevo bajo el sol desde hace ni se sabe cuánto. Últimamente parece que volvemos a episodios oscuros ya vividos, pero eso es imposible: estamos creando nuevas formas de oscuridad que luego nos tocará recorrer, como esos niveles o mapas que uno crea en un videojuego a sabiendas de que luego lo pasará mal. 

Sí es cierto que el odio que durante un tiempo quedó relegado al ámbito doméstico o a círculos de confianza, ahora se exhibe sin complejos, con alegría, con la cabeza bien alta. Claro que ahora también existen los móviles-cámara y las redes sociales, y todo se ve más que antes. Quizás ese odio ni siquiera era tan casero, y lo que ocurría era que no teníamos ocasión de convivir con él 24/7 a través de múltiples canales. Lo que es innegable es que hay una reacción y que esa reacción ve con malos ojos casi todo. Al final, a base de negar desde las vacunas hasta los derechos humanos, se encierra más y más en sí misma, al otro lado de unas murallas de rabia y desconfianza al abrigo de las cuales propugna un retorno a unos valores que supuestamente eran fantásticos pero que ciertamente no lo eran, ni siquiera lo serían para muchos de quienes anhelan con vehemencia volver a ellos, a la Arcadia feliz en la que las casas no se okupaban, no había virus asesinos que nos confinasen, la gasolina dejaba margen para comprar después un paquete de Fortuna, y todo era por tanto, en definitiva, infinitamente más sencillo.

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