VALÈNCIA. Desde antiguo el ser humano se ha empeñado en decirle a los demás cómo deben vivir. Desde el código de Hammurabi hasta los diez mandamientos; desde el código civil hasta los manuales para convertirse en una señora de su casa; desde los tratados de buenas maneras hasta las reglas gramaticales; constituciones, estatutos, decálogos, diccionarios. Sometiéndose a la ley, a la ética, a la moral o a la costumbre, uno puede conseguir dejar pasar los años y mantener una reputación intachable, como persona recta, garantizando al mismo tiempo la persistencia —tan convencional como conveniente— del statu quo. Es quizás por ello que una expresión tan subjetiva y extraña como la de la “mala educación” se aplique a menudo contra las personas que no se comportan del mismo modo en que uno haría. Esas que, como cantaba Georges Brassens, adquieren una mala reputación por seguir su propio camino.
Quien más, quien menos, ha sido amonestado alguna vez por desviarse del correcto sendero: “los codos no se apoyan en la mesa”; “no se habla con la boca llena”; “el tenedor se coge con la derecha”; “en un sitio cubierto quítate el sombrero”; “dale un beso a este familiar”… Reglas más o menos caprichosas que, consuetudinariamente y sin cuestionarse su origen, pasan de generación en generación. De hecho, podríamos, sin demasiado esfuerzo, repetir como papagayos las normas de urbanidad, los clichés del emprendedurismo o las citas motivacionales que, machaconamente, nos han sido repetidas a cada paso en falso, a cada conato de descarrilamiento; condicionando y reprimiendo nuestro comportamiento hasta el punto de sorprendernos juzgándonos severamente a nosotros mismos cuando la culpa nos alerta de que nos alejamos del rebaño y corremos el peligro de quedarnos sin el balido coral de la aceptación.
Y, sin embargo, ¿se imaginan la posibilidad de que existan otros postulados mucho más humanos, que propongan otras maneras de ser, de actuar, de relacionarnos al margen de la norma y en los que poder educar a sus hijos?, ¿unos que no tengan que ver con el sometimiento y el miedo?, ¿unos que no busquen la obediencia y el control sino la felicidad individual y colectiva; el amor universal y la solidaridad humana? Estos postulados revolucionarios existen —sólo son un uno por cien pero existen, cantaba Léo Ferré— y sobreviven con un alcance minoritario, casi desconocidos, silenciados o tergiversados por resultar incómodos para quienes detentan el poder y viven del privilegio y de la explotación de los otros. Es por ello que la reedición de La anarquía explicada a los niños por Libros del zorro rojo resulta —por inhabitual— tan osada como necesaria.
Las armas del anarquismo: libro, trabajo y palabra
Recuperando íntegramente el texto publicado en 1931 por el pedagogo José Antonio Emmanuel en la editorial Biblioteca Anarquista Internacional, esta nueva edición ilustrada por el colectivo Fábrica de estampas recupera el ideario libertario explicado de una manera muy sencilla “a los padres y a los maestros” que quieran contribuir a propagar las doctrinas de “una educación donde se destierre todo fanatismo y se aspire a liberar a la infancia de la nefanda opresión que sobre ella se ejerce”.