ALICANTE. El otro día, de madrugada, me desperté. Llevaba varias noches despertándome. Cuando me pasa eso, por regla general, es porque debo de cambiar algo en mi vida rápidamente.
Me desperté y, realmente, no sé por qué me desperté. Quizá fue el calor, las cosas que tenía que hacer a la mañana siguiente o la culpa compartida –la real y la fingida–. Todos tenemos alguna, no me digáis que no. Una conciencia tranquila es, por lo general, una señal de muy mala memoria. Quizá fue una mezcla de todo. La cosa es que me vi sentado en el sofá, podría decirse que rezando. A ver, no rezaba como tal porque desconozco las oraciones y tampoco me dirigía a nadie en concreto, hablaba para el primero que sintonizara mi canal y me escuchara. Estaba hablando conmigo mismo, pero la cosa es que me contestaron. Me contesté. Mi voz interior, realmente, me contestó.
Hablar con uno mismo es de lo más normal. Todo el mundo debería de hacerlo, mínimamente, dos veces al día para tratar de ser menos imbéciles el día de mañana. Si alguien piensa que hablar con uno mismo es de chalado –disculpad la palabra, no escribo este artículo como algo técnico, se escapa mucho de lo que suelo escribir en esta columna, es más una charla entre viejos amigos– es la primera clave para saber que estás contándole tu vida a un idiota de remate.
La voz era suave, casi un susurro, y provenía de algún rincón oscuro de la habitación. No me asusté, al contrario, sentí una extraña calma por ese diálogo conmigo mismo. Hacía mucho que iba como un autómata y no hablaba conmigo, a pesar de haberme trabajado muchísimo en un pasado. Pero dejé de hablarme, no sé por qué. Supongo que llegaron cosas a las que les di preferencia sin tenerla.
“¿Por qué te preocupas tanto?”, preguntó la voz. Me quedé en silencio, tratando de encontrar una respuesta que no sonara ridícula. “No lo sé”, respondí finalmente. “Vuélvete a la cama, Luis” me dijo. La conversación continuó, y aunque no recuerdo todas las palabras exactas, sí recuerdo la sensación de alivio que me dejó. Cuando finalmente me volví a acostar, sentí que había dejado una parte de mi carga en ese sofá, en esa charla con la voz desconocida. Y por primera vez en mucho tiempo, dormí profundamente, sin sueños ni preocupaciones.
Al día siguiente, mientras desayunaba, me di cuenta de que, al igual que todos, yo también como, rezo y amo y que, al final, no soy tan distinto a la protagonista de ese film protagonizado por Julia Roberts, titulado Come Reza Ama y escrito a partir del texto de Elizabeth Gilbert como cuaderno de bitácora, un faro en mitad de su viaje vital por la vida tras haberse perdido.
Comer es una necesidad básica, pero también un placer. Y lo había olvidado. Pasamos toda la vida –o hablo en singular si solo me ocurre a mí– preocupados por qué comer, cómo comerlo para que engorde menos, tomando la dosis diaria de proteínas para muscular, pensando a qué hora del día tomarlo con la intención de poder quemarlo a lo largo de la tarde; mirando la báscula de reojo siempre a la espera de no haber engordado –solo en músculo, en eso sí que nos lo permitimos–; pasamos horas y horas en el gimnasio, buscando definir un músculo u otro y siempre, el cuerpo que nos toca, nunca nos gusta. Es así. No hay más. Invertimos todo nuestro tiempo en gimnasios, pesas y cintas de correr, clases de body pump y spinning para sudar toxinas, perdiendo esa esencia que los españoles teníamos tan asimilada de nuestros vecinos italianos: la dolce vita. Disfrutar del placer de una comida y una buena conversación solo es posible para esas mentes que están en paz consigo mismas y, dejando de lado las exigencias físicas, viven.
Me acordé de mi amiga M. que un día me contó que una conocida le había dicho que estaba más gruesa –hay gente que no sabe que no se puede decir nada del cuerpo de otra persona si no se lo puede cambiar en dos segundos. Por ejemplo: “Tienes un trozo de lechuga en el diente” o “Se te ha corrido el pintalabios”.— La cosa es que mi amiga le respondió “Sí, pero estoy más feliz”. Y yo también quiero ser más feliz. Por eso, hoy, me voy a comer un helado de pistacho y no voy a ir a una clase de spinning para quemarlo.
Rezar, aunque no sea en el sentido tradicional del verbo, es una forma de conectar con uno mismo y con algo más grande que se escapa de la lógica y la física. Rezar es una práctica que va más allá de las palabras y las fórmulas. Es un acto de introspección y conexión, una forma de abrir el corazón y la mente a algo más grande que uno mismo. Para muchos, rezar es una manera de encontrar paz y consuelo en momentos de incertidumbre y angustia.
El acto de rezar puede tomar muchas formas y diferentes manifestaciones según el lugar del mundo en el que te haya tocado nacer. Algunas personas siguen oraciones tradicionales, como el Rosario, que es una devoción mariana recomendada por muchos Papas y santos –que a su vez su origen radica en el japa mala, que es de origen budista e hindú y cuando en La Edad Media los cruzados llegaron a Oriente, se lo trajeron a Europa –; otras, nacidas en Nepal o Indonesia, encuentran sus rezos en la meditación y alineación de chacras, conectando con ellos mismos y algo que va más allá. Ambos ejemplos, a pesar de ser tan distintos, coinciden en lo mismo: el arte de encontrarse.
Puede ser una conversación libre y sincera con uno mismo o con una entidad superior. Es en estos momentos de vulnerabilidad y honestidad donde se puede encontrar una conexión más profunda y significativa. Rezar puede ser una forma de expresar gratitud, pedir ayuda, buscar orientación o simplemente reflexionar sobre la vida y sus desafíos.
En mi experiencia, aquella noche en el sofá, rezar se convirtió en un diálogo interno que me permitió liberar mis preocupaciones y encontrar una nueva perspectiva para afrontar la vida y la situación que me preocupaba. No importaba que no conociera las oraciones tradicionales; lo importante era la intención y la sinceridad detrás de mis palabras. Rezar, en su esencia, es un acto de amor y autoaceptación, una manera de recordar que, a pesar de nuestras imperfecciones y luchas, siempre hay un espacio para la esperanza y la paz interior.
Y amar, bueno, amar es lo que nos hace humanos. En esos momentos de introspección, entendí que no estaba solo en mis luchas y que, a pesar de todo, siempre hay espacio para la esperanza y la autoaceptación.
Amar es una de las experiencias más complejas y enriquecedoras que podemos tener. Primero con nosotros mismos –sin amor propio no puede haber de otro– y después con los demás. Pero con los demás es necesario añadir que no necesitamos una pareja, sino compañeros de viaje. A veces entrarán en el campo de lo sexual de manera inevitable y otras, quedarán en amistad. No importa. No se trata solo de un sentimiento, sino de un compromiso constante y un esfuerzo consciente para nutrir y cuidar nuestras relaciones. Amar profundamente implica abrirse a la vulnerabilidad, la confianza y la conexión en varios niveles. Ahí ya juega nuestra alineación personal con la de los demás. Una coincidencia de momentos vitales.
Tres verbos. Comer, rezar y amar y un único motivo: vivir más y mejor, con menos exigencias y más felices con nosotros mismos. Hacedme caso –o no, soy un hedonista de manual–.
Y así, sobre el testigo y aprendizaje de una noche sin dormir o ser más humano. Eso ya cada uno que se quede con lo que quiera.