A los pies del Etna se despliega una ciudad que cautiva por sus fachadas grisáceas, sus palacios barrocos y sus restos romanos pero, sobre todo por su gente
VALÈNCIA. Sicilia no se conoce en un viaje exprés y tampoco en una semana intensa yendo de aquí para allá visitando cada rincón de la isla. No, porque esta coqueta isla del Mediterráneo, por la que pasaron griegos, romanos, musulmanes, normandos o españoles, es hoy un galimatías que puede presumir de tener cinco Lugares Patrimonio de la Humanidad. Pero en esta ocasión, mi viaje a la isla lo hago atraída por el Etna, el volcán más grande de Europa, situado en las proximidades de Catania.
Un viaje que ya tramé de niña, cuando escuchaba las múltiples leyendas que había en torno a él. Por ejemplo, que en su interior estaba la fragua de Hefesto y en ella trabajaban cíclopes y gigantes forjando las armas del Olimpo o que el dios Dionisio nació aquí —sí, el abanderado del hedonismo—. Incluso los sicilianos creían que las erupciones y terremotos eran muestras del enfado de Tifón porque Zeus lo confinó bajo el volcán. Un interés hacia ese lugar que pervivió en mí y que, finalmente, logro visitar ahora y después de varios intentos. De momento me conformo con ver su cráter desde la ventana del avión, pero en breve —si el tiempo lo permite— espero poner mis pies sobre él.
A Catania y, en general a Sicilia, no vayas si tienes los nervios a flor de piel porque aquí la ley del caos es la que impera. Tres minutos en el coche y me siento como una novata en su primer día conduciendo sola: todo me parece una amenaza y las rotondas, el punto donde el coche se va a calar, va a haber algún frenazo brusco y el claxon pone la música a la escena. Con el añadido de los peatones espontáneos que aparecen de la nada y deciden cruzar por donde quieren. Y aun así todo fluye y llego a Catania sin más sobresaltos que los de conducir en una urbe desconocida. Ya asentada, me dirijo al centro de la ciudad caminando por callejuelas estrechas con motos aparcadas a los dos lados y la ropa tendida en los balcones. Una de ellas me lleva a la Piazza del Duomo, de la que me sorprende su amplitud y una curiosa fuente con un elefante.
¿Qué hace un elefante presidiendo la plaza? La respuesta me la da Fabrizio, el guía del free tour de Guruwalk que hago en Catania: U Liotru, la estatua del elefante, simboliza la derrota de los cartagineses llegados para conquistar la isla a lomos de enormes elefantes. ¿Y de dónde viene el nombre? Se dice que podría proceder de un mago pagano llamado Eliodoro-Liotru, quien luchó contra el obispo de Catania a lomos de su enorme elefante. Leyendas aparte, la escultura de Giovanni Battista Vaccarini es el punto de encuentro de turistas y no turistas.
Más allá de la fuente, la plaza congrega majestuosos edificios a su alrededor, como el ayuntamiento (Palazzo degli Elefanti) y el Palazzo dei Chierici y, por supuesto, la Catedral de Santa Ágata, construida donde murió la mártir y sobre las ruinas de los antiguos baños termales romanos. Desde aquí parte la Vía Etnea, con las increíbles vistas del Etna al fondo, y miles de tiendas a sus lados. Una imagen que describe el sentimiento de una ciudad que ha sido reconstruida en multitud de ocasiones y que se mantiene siempre en alerta por vivir a las faldas de un volcán aún latente. Una actividad que ha hecho que se produzcan doscientas erupciones, aunque la mayor catástrofe natural fue el terremoto de 1693 (intensidad once en la escala de Mercalli). Un hecho que hizo que la ciudad fuera reedificada con piedra volcánica y cambiara su dibujo arquitectónico por un barroco de influencia española combinado con elementos decorativos y estructurales sicilianos, dando lugar a un estilo original e innovador.
Un terremoto, además, que hizo que el río Amenano quedara sepultado bajo la ciudad. Lo descubro junto a la Fontana dell’Amenano, en la misma plaza, pero lo siento más en el pub A Putia Dell’Ostello, donde saboreo una cerveza Castello sentada en unos escalones de piedra escuchando el fluir del río. Es una sensación un tanto inquietante comprobar que el río pasa por debajo de la ciudad. Muy cerca de aquí me voy a un restaurante para probar la Pasta alla Norma, nombre que recibe de la ópera de Bellini —nació aquí y su tumba está en la catedral—. Un plato exquisito, que combina pasta, berenjenas con queso, albahaca y tomates.
El tiempo es ventoso, así que la excursión al Etna se pospone. Tenía prevista esa posibilidad, así que sigo conociendo la ciudad y lo hago donde terminé ayer: en la fontana dell’Amenano. En sus alrededores todas las mañanas hay un mercado callejero de pescado y de alimentos de todo tipo. Si, como a mí, te gustan los ambientes caóticos y que parecen de otro tiempo, vas a enamorarte aún más de la ciudad, pero, si los olores y el gentío te molesta… ármate de valor porque aquí puedes encontrarte a un pescatero cortando una pieza de atún mientras fuma un puro, las mesas de cortar están repletas de objetos, el suelo parece una yincana en la que debes sortear cubos con pescados, bolsas de plástico, latas, charcos de agua... Vamos, el caos siciliano en estado puro —y un olor a pescado que no te lo quitas en un buen rato—.
Como decía, bajo las capas de lava con las que fue arrasada Catania aparecen restos de su pasado, como su teatro grecorromano (siglo II) que cuesta encontrarlo porque desde fuera parece un edificio normal y corriente. Es cierto que me esperaba un grado de conservación mayor pero, aun así, asombra ver restos de columnas, caminar por las gradas y sentarte en ellas para dejarte llevar por la imaginación. No son los únicos restos romanos que hay en Catania pues también hay un anfiteatro y un odeón, destinado a competiciones de canto, poesía, obras de teatro y reuniones políticas.
Es curioso también ver que el Castelo de Ursino (castillo del Oso) está situado en medio de la ciudad y no, como antaño, sobre unos acantilados sobre el mar. La fortaleza sirvió como cárcel y residencia real y es uno de los pocos edificios medievales que sobrevivieron al terremoto. Hoy alberga el Museo Comunal donde se puede ver una colección arqueológica de los restos encontrados en las excavaciones realizadas en toda la provincia.
Un día que paso con tranquilidad, disfrutando de la comida local (los arancini, el cannoli...), paseando por sus calles, el parque de Bellini, su paseo marítimo, degustando sus vinos… paseando… y deseando que los dioses Tifón y Elios estén tranquilos y me dejen mañana hacer la excursión al Etna.
Los dioses me han escuchado y pongo rumbo hacia el Parque Natural del Etna (Patrimonio Mundial de la Unesco), un paraje que en sus inicios es fértil y luego se torna desértico, casi lunar. Al llegar al Rifugio Sapienza cojo el funicular para iniciar una ruta a 2.500 metros de altura que me lleva a caminar por coladas de lava caliente, sentir el humo que sale de algunas de sus rocas y de mirar hipnótica ese cráter de tonalidades grises y negros que se alternan con los ocres y amarillos del azufre. Desde aquí aprecio cómo las fumarolas expulsan los gases de azufre de las entrañas de la tierra. Una excursión que me lleva hasta los 3.100 metros, porque la actividad sísmica no me permite llegar a los cambiantes 3.342 metros de altitud que tiene el Etna. Aun así soy feliz porque noto cómo la tierra está viva y respira bajo mis pies.
Termino la excursión sobre el cráter Silvestre Superior y desde ahí contemplo el Etna, que posiblemente vuelva a erupcionar y transformarse de nuevo. Y en eso pienso cuando regreso a Catania y me viene a la mente esa frase que leí en la puerta Garibaldi: Melior de ciñere surgo (de la ceniza vuelvo a nacer más bonita que antes). Y es así porque Catania, en su conjunto, es una ciudad sorprendente.
Una visita imprescindible desde Catania. Seguramente que ya hayas oído hablar de Taormina por su teatro griego, pero la ciudad es mucho más. En su parte inferior recuerda a un pueblo mediterráneo, con su playa, sus casas bajas, las tiendas con artículos playeros... Luego, subiendo un poco, accedes al casco histórico, con sus negocios, callejuelas, restaurantes y su catedral. Ya arriba de todo está el Teatro Griego, realizado en el siglo III a. C. y más tarde ampliado por los romanos en el siglo II d. C. para los espéctaculos de caza y de lucha entre gladiadores. Un lugar increíble con unas vistas espectaculares, al igual que las que tienes desde el castillo de Taormina, ubicado en la Rocca del Monte Tauro a casi 400 metros de altura.
Inaugurado en 1883, el parque era una antigua villa señorial que fue reconvertida en jardín y, hoy, es el pulmón verde de la ciudad. Con sus 70.942 m², es un lugar idóneo para pasear y cobijarse bajo la sombra de algún árbol centenario, detenerse junto a fuentes monumentales, ver los bustos de la avenida de los hombres ilustres, el quiosco de la música... y subirse a las dos colinas que forman el parque para tener unas hermosas vistas del mar, la ciudad y del Etna.
Cómo llegar: Desde Palermo (hay vuelo directo desde València) puedes alquilar un coche o ir en autobús hasta Catania. El trayecto es de unas dos horas y media.
Consejo: Reserva con antelación la ruta al volcán Etna y compara precios y experiencias.
Web de interés: www.lasicilia.es
* Este artículo se publicó originalmente en el número 96 (octubre 2022) de la revista Plaza