VALÈNCIA.- Son las 5:50 de la mañana. El día todavía está oscuro. Lucía envía un mensaje de audio al móvil de su esposo aclarándole que Carmen, la hija de ambos, tiene cita médica a las tres de la tarde y que debe ir a por ella a las 14:30. El camión ya está en marcha y cargado desde la noche anterior con la mercancía que hay que entregar en Murcia. Lleva los papeles de las entregas y todo está en orden, de tal manera que poco tiempo le queda para atender asuntos domésticos. Su cabello se ve ondulado y no lleva nada de maquillaje, salvo rímel en las pestañas. Viste pantalón y chaqueta negra.
Es el uniforme de la empresa para la cual trabaja como camionera, Bersan, fábrica de productos derivados de la manipulación de papel para la higiene y limpieza. Es una mañana fresca y hace unos diez grados de temperatura. Ella está sonriente, como siempre, y charladora… ¡como siempre! Y es que a Lucía Gallego Caballero le gusta reír. No entiende que la gente no ría y no se preocupe por ser feliz. «Debería dejar de renegar», dice sonriendo al tiempo que reacciona: «yo soy feliz en mi mundo. La gente se mete demasiado en la vida de los demás».
Antes de salir del muelle de la empresa cuenta que el camión tiene más de veinte años. «¡Esto no era un camión, era una pocilga! El anterior conductor lo dejó muy sucio. Aun así «va de lujo, si no fuera porque pierde aceite…», expresa. Por eso, riéndose, no duda en exclamar: «¡me tienen que comprar uno!», como enviando un mensaje a sus jefes, con quienes tiene una buena relación laboral, lo que le hace estar contenta en su trabajo. Por difícil y ruda que sea su profesión de camionera —que es más para hombres—, a ella le gusta y la disfruta. «Lo viví en mis raíces, en mi padre. Me ha gustado siempre ver un camión, me llamaba la atención desde niña». Él, camionero de toda la vida, asalariado, la llevaba sola o en familia en sus viajes por diferentes ciudades del país. Cuando se sacó el carné para conducir camiones, a los 25 años, su padre estaba muy orgulloso de ese logro, aunque nunca llegó a verla como conductora, dado que falleció de un infarto. Su deseo era enseñarle a conducir camiones y detalles sobre la profesión, pero «todo se torció». Él se lesionó las piernas en diferentes accidentes, tuvo varias operaciones y eso impidió que le enseñara. «¿Entonces quién me enseñó? —exclama en tono firme—. Un desconocido, guarro, asqueroso, que quería aprovecharse de mí», dice en alusión a la mala experiencia que tuvo en su primer trabajo como conductora.