Valencia Plaza

El callejero

Una estatua en el Cabanyal

  • Foto: KIKE TABERNER

El Cabanyal hierve los jueves por la mañana. El mercadillo anima la vida en el corazón del barrio marinero y las señoras, fundamentalmente mujeres, acuden con los carros a hacer la compra en el mercado y a cazar unas bragas baratas en el mercadillo. Allí los comerciantes ambulantes anuncian a voces su producto y llaman bonica y perla a las clientas. Un poco más allá, en uno de los accesos a la zona de mercado, Catalino Lefter está sentado, con la espalda encorvada, en una pequeña banqueta de plástico. El hombre sujeta con una mano un espejito redondo y negro, y con la otra aprieta, entre el dedo índice y el pulgar, una pintura blanca que restriega minuciosamente por toda su cara. Son las diez pasadas y no hay tiempo que perder.

Este rumano de 47 años y ojos de niño se está preparando para su jornada de trabajo. Catalino es estatua. Vamos, que se maquilla y se viste de blanco, luego se sube a la banqueta y se queda en una postura fija durante un buen rato. Ese es su oficio. Hace más de veinte años, Catalino vivía en Husi, una pequeña ciudad al este de Rumanía, y tenía un buen sueldo. Trabajaba en el banco y recibía de un buen jornal. "Pero no tenía vida. Me pasaba los días trabajando para ganar más dinero. Y me harté", recuerda.

Antes de eso, en 2003, obsesionado por el fútbol español, viajó hasta Madrid para cumplir su sueño de ver un partido del Atleti del 'Niño' Torres en el viejo Calderón. No recuerda mucho más de aquel día. Sólo que era contra un rival "débil" y que fue una experiencia "fantástica". Catalino se tiró tres meses en España y luego regresó a Husi con el recuerdo vívido de la proverbial hospitalidad de los madrileños.

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