De un tiempo reciente a este parte muchos amigos y conocidos han ido abandonando o desapareciendo de las redes sociales (RRSS). Unos se van sin anunciarlo después de haber sido altamente fogosos, aunque se mantengan como voyeurs. Algunos ya fallecidos continúan apareciendo de vez en cuando para que festeje un cumpleaños virtual. Otros lo hacen anunciando simplemente un adiós o manifestando su hartazgo.
Llegué a determinadas redes sociales movido por la curiosidad. Más bien me engañaron. Aquel día recibí el correo de una amiga en el que me decía: “Mira que chulo es lo que tengo”. Así que pinché el enlace y, simplemente movido por la curiosidad, acabé suscrito y formando parte de una realidad virtual que no sé aún si era cierta, pero me permitía cotillear sin freno, que es lo que nos pone.
Así que como tantos “adolescentes” del nuevo medio nos dejamos llevar mientras creíamos sentirnos parte de un nuevo universo irreal que algunos llegaron a considerar una comunidad abierta y solidaria. No parábamos de hacer “amigos”. Eso nos llenaba de orgullo; nos hacía sentirnos miembros de una “sociedad” que despertaba interés entre compatriotas, afines, conocidos y absolutamente desconocidos.
Y ahí que nos lanzamos despojando nuestra intimidad, abriendo las ventanas de nuestras familias, manifestando sin tapujos ni cerebro nuestros aciertos y equivocaciones. Incluso cometiendo errores de bulto cuando lo que querías manifestar llegaba a ser interpretado de tantas maneras diferentes como pudieran valorar quienes leyeran.
Y así, comenzaron a multiplicarse las redes sociales de contactos profesionales, ocio, improperios y hasta comunicación política y comercial. Mi relación con ellas comenzó a ser un agobio. No se pueden ni es posible atender a tantos centenares de “amigos” que crees tener y hasta te obsesionan con sus likes y comentarios. Hasta que decidir ir apartándome.
Fue a raíz de leer lo que el propio creador de Facebook, Mark Zuckerberg, al que hemos hecho multimillonario y ayudado a crear un imperio de la pérdida de tiempo, explicó en un congreso del ramo con absoluta sinceridad. Aquello de que para conseguir que la gente continuara mucho tiempo en la red había que generar descargas de dopamina, esto es, pequeños momentos de felicidad que vendrían de los likes de los amigos. “Los inventores de esto, lo sabíamos. A pesar de ello, lo hicimos”, resumió.
Hoy los sociólogos nos animan a ir dejando atrás ese laberinto oscuro de perfiles falsos y creadores de fake news que está moldeando generaciones que sólo se comunican con los dedos y gozan de una “felicidad” que les obliga a permanecer hasta altas horas de la madrugada pegados a sus terminales y han creado un nuevo lenguaje gramatical y ortográfico: las generaciones de la vacuidad. Que me perdonen. “Sólo Dios sabe lo que se está haciendo con el cerebro de los niños”, afirmó en aquel mismo congreso Sean Parker, el creador de Napster.
“Las redes sociales son una trampa”, consideró el sociólogo Zygmunt Bauman sin ser tenido en cuenta. Nos situaba en el contexto de que las autopistas de la comunicación, como al principio fueron bautizadas, no eran en realidad ese mundo idílico que creíamos haber descubierto, sino un nuevo método de alienación. Un amigo más pragmático lo resumió de forma más sencilla y pragmática. “Somos esclavos de un gran escaparate de anuncios en el que cada uno “vende” lo que cree tener o aquello que considera le hace feliz, pero no le da felicidad real sino que le hace perder el tiempo para creerse totalmente feliz partiendo de un supuesto universo cercano, compartido y admirado”.