Escribo este artículo desde el dolor y la esperanza. Me resulta muy difícil expresar con palabras lo vivido en primera persona desde el fatídico martes como concejal de uno de los municipios afectados por la Dana. Sin embargo, estas dos palabras reflejan bien lo que siento.
Dolor por las vidas humanas que se han perdido, por sus familiares; por aquéllos que han sobrevivido pero tienen un largo camino de recuperación por delante; por los parajes de destrucción que contemplamos cada día; por los vecinos que se han quedado sin nada; por los niños marcados por una tragedia que no comprenden.
Esperanza y un GRACIAS en mayúsculas por el río de solidaridad que ha llegado a cada uno de los municipios afectados. Hemos sido testigos de esta oleada desde la plaza de la iglesia Nuestra Señora de Gracia de la pedanía de La Torre, convertida en puerta de entrada de tantos y tantos voluntarios. Los primeros días, llegaban desde la provincia de Valencia, pero rápidamente se unieron "ángeles" de todos los rincones de España y del mundo.
Esperanza en el trabajo incansable, de día y de noche, de todos los profesionales que se han volcado en ayudarnos: equipos de policía, bomberos, protección civil, militares, equipos de limpieza y alcantarillado, obras e infraestructuras, servicios de urgencias, trabajadores sociales, psicólogos, Cruz Roja, entidades sociales… Tanto valencianos como aquellos enviados por otros ayuntamientos como Zaragoza, Madrid, Málaga, Badajoz, Barcelona o Canarias. Cada semana llegan relevos, conscientes de que nos espera un largo camino de reconstrucción.
Esperanza en la respuesta de empresas y particulares, que han donado productos de primera necesidad, maquinaria, y material de limpieza. Algunos cruzando el área metropolitana de Valencia a pie en los primeros días; otros atravesando media España con sus furgonetas, venciendo las dificultades en las carreteras, para traer algo de luz en medio de una terrible niebla.
Frente a la devastación causada por la Dana, asistimos a una conmovedora demostración de solidaridad, humanidad y fortaleza, que nos devuelve la esperanza y exige que no nos rindamos. Hombres y mujeres de todas las edades y condiciones han dejado a un lado sus propias preocupaciones para volcarse en ayudar a los más afectados: sacando barro, limpiando, repartiendo alimentos y medicinas, acompañando a los vecinos. Todo suma.
Sentimos un orgullo especial por la entrega de los jóvenes. Aquéllos que pasaron su adolescencia enfrentándose a una pandemia, llegan cada día con solo sus manos, un gran corazón y el deseo de ser útiles. Nos están dando una lección.
En los puntos de recepción de voluntarios que se han instalado, reciben palas, cubos, mascarillas, guantes, botas, y ellos ponen sus manos donde más se necesitan. Son héroes anónimos, dispuestos a actuar y a aportar lo que esté a su alcance. No esperan a que nadie les pida nada; saben que hacen falta y aquí están. Es así de simple: la ayuda no se pide, se da.