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Malaerba nunca muere

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En esta época, la nuestra, la del conocimiento y la infoxicada, la experiencial y la digital, la emocional y la aséptica, la líquida y la replicable; en la que periodistas y críticos buscan experiencias en las mesas como sinónimo de disrupción gastronómica; una empeñada en catalogar los platos como producto creativo y que críticos como Rafael García Santos, quien vivió el auge de la creatividad cuando “se creía en la cocina como un arte, y había ética”; cuestiona a los cocineros que cuando ejercieron su poder “lo único que interesó fue el dinero, la fama y el ego”. Y, en consecuencia, vivimos una herencia gastronómica como sucedáneo de cultura y de arte. En esta época, toda la atención está a la espera de que salte la primera chispa de una revolución en los fogones ante una realidad que pide a gritos la revolución del alimento. 

Una revolución de valores que han traspasado generaciones; emocional, de personas, de agricultoras formadas, con sensibilidad por la naturaleza, por conocer el cielo e interpretar la tierra, de lobos que leen el mar, de oficios. Lo clasificaron como sector primario, son las personas que trabajan en él, son las verdaderas hacedoras, personas que crean nuestro alimento y que gestionan lo que es y será nuestra energía; son ejemplo; son personas sin las que los chefs no se hubiesen convertido en rock stars, gestores, ni siquiera en empresarios. Sus manos de tierra son el último hilo que nos conecta a las sociedades con nuestra naturaleza; dependemos de ellas, sin las cuales, difícilmente podrían existir los representantes de territorios. Y así, los menús se van llenando de nombres y apellidos, de recuperaciones, de variedades antiguas, minoritarias. Los huertos cobran interés, los quilómetros comienzan a importar. Los cubiertos se convierten en el último reducto ancestral, a la par que nos alejamos de nuestros instintos primarios y llamamos producto al alimento. Nos reconfortan los fermentos, los vinos naturales, la madera, el barro, las piedras y encontramos en los restaurantes todo eso que un día dejamos atrás para vivir en urbanidad.

La revolución que buscamos no está en la cocina de hace unos años, nunca sería revolucionario, y quizá, mientras pensemos que esa ha sido el gran hito como gastronomía española, seguiremos ante este bucle de crisis espiritual, como ejemplificó Nino Redruello en el congreso de Diálogos de Cocina (en el Basque Culinary Center, San Sebastián) en el que relacionaba la acción de cocinar como algo más que el simple acto mecánico de freír escalopes; seguiremos sin ver la magnificencia de todas las personas que eligen alimentar y no deslumbrar.

Se dice que España es la huerta de Europa, una despensa lineal que mira a la tierra como moneda de cambio. Toda la cadena se ha resentido con esta obsesión productiva, sea por hectáreas o por platos. Y en esta vorágine, aparece Malaerba. Y, así los conocí, como respuesta al grito de auxilio provocado por la eco-ansiedad: este artículo va de Rescat. Sacar pecho con el orgullo de uno de los oficios más antiguos de la humanidad, con su misma rebeldía para co-crear un futuro innovador y más justo (palabras de Malaerba). 

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