En la era de las soluciones exprés, el sentido común ve en la enfermedad un problema de mecánica. Sin embargo, para bien o para mal, la vida no se deja someter tan fácilmente a la chapa y pintura, por mucho que la ingeniería insista. La biología sabe que los organismos vivos nos resistimos a ser tuneados, salvo la estirpe Kardashian y otros sucedáneos. Con todo, los remedios milagrosos contra el coronavirus se propagan como la luz, y no solo por el afán de frenar la pandemia. Al contrario de la factura de la luz, a una buena muestra de estas balas de plata o fake cures contra la Covid les une algo irresistible, venderse como productos a bajo precio contra los intereses de la industria farmacéutica, con la confianza que dan las fauces de las venus atrapamoscas a los insectos.
Desde el nacimiento del medicamento específico, la baratura ha sido siempre el auténtico atractivo de la trasgresión, de romper lo convencional, la cadena de seguridad y de eficacia de los ensayos clínicos. Aunque se ha otorgado aprobación de emergencia a productos como la dexametasona y tratamientos con anticuerpos monoclonales para algunos pacientes hospitalizados con coronavirus, su disponibilidad y suministro es desigual alrededor del mundo. Con un gran número de nuevos casos de coronavirus, el caldo de cultivo está servido para que ciudadanos y médicos improvisen remedios no aprobados.
En los primeros meses de la pandemia, los devotos de la cultura de la desinfección a toda costa derrocharon entusiasmo con soluciones como la lejía, el dióxido de cloro o la cloroquina, hasta el punto de desatar una paranoia con resultados de crónica negra más allá de desabastecer farmacias en medio mundo o encontrar nidos nazis en Argentina.
Por el temor a contraer el coronavirus, un matrimonio estadounidense de Arizona bebió el producto que tenía más a mano en casa, el líquido para desinfectar el acuario. La intoxicación le arrebató la vida al marido. La mujer declaró que sabían que la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA) no había autorizado la comercialización del fármaco para tratar el SARS-CoV-2, pero que Donald Trump lo aseguraba muy convencido en televisión. De haber podido leer el post del portal de salud Stat que destripa los argumentos del expresidente, las cosas le hubieran ido de otra manera tanto al matrimonio como a tantos otros compatriotas que confundieron el fosfato de cloroquina con la hidroxicloroquina, publicitada como remedio contra el “enemigo invisible” por el bienintencionado de Trump con la garantía de su frase hecha: “no soy médico, pero tengo sentido común”.
La hidroxicloroquina es un fármaco eficaz, accesible y económico para tratar y prevenir la malaria y enfermedades autoinmunes como el lupus y la artritis reumatoide, pero su eficacia contra los síntomas del coronavirus sigue siendo motivo de estudio. La revista The American Journal of Medicine publicó a finales de agosto una revisión actualizada de las investigaciones que daba más razones para detener su prescripción médica en la prevención o el tratamiento de la Covid-19. Sin beneficio significativo, los resultados sugieren posibles daños, como las complicaciones cardiovasculares fatales en los pacientes mayores y en aquellos con enfermedad cardíaca o con factores de riesgo. Desde el inicio de 2021, solo en Estados Unidos se han expedido más de 560.000 recetas de hidroxicloroquina para el coronavirus. En 2020, fueron 890.000 prescripciones, nueve veces más que los años anteriores.
Marsella, capital del jabón y otras sustancias
El estudio también desmonta investigaciones como la del microbiólogo francés Didier Raoult, ensalzado entre sus defensores como “el héroe de Marsella”. Cuando los hospitales empezaron a colapsar por la Covid, Raoult anunció el descubrimiento de un tratamiento con hidroxicloroquina y azitromicina para curar a los pacientes graves con coronavirus. Apoyado por el propio Trump, el profesor fue desacreditado por la comunidad médica al demostrar que a los enfermos que la recibieron no les fue mejor que a los que recibieron otros medicamentos. A pesar de todo, Raoult, carne de controversia, insistía en que una pandemia mortal no era el momento de realizar ensayos aleatorios y que, si los médicos creían que un fármaco funciona, tienen el deber moral de dárselo a los pacientes en lugar de un placebo.
Figura de movimientos contra las autoridades y a favor teorías de la conspiración, Raoult cuestionó los confinamientos y el programa de vacunación contra la Covid, además de minimizar los efectos de la variante Delta, y ha vuelto a la actualidad porque a sus 69 años está en peligro su pluriempleo en la Universidad de Aix-Marseille, el Hospital Universitario de Marsella y el instituto IHU Méditerranée Inféction.
La Agencia Nacional para la Seguridad de Medicamentos y Productos Sanitarios de Francia (ANSM) rechazó la solicitud del microbiólogo para autorizar temporalmente el uso de hidroxicloroquina para tratar la Covid-19, aunque especificaba que esta posición “podría revisarse” en caso de nuevos estudios clínicos sólidos.
Vila-real y Cincinnati, ciencia y tribunales
Mientras en Castellón los profesionales sanitarios han ido de cabeza con la decisión judicial que permitió durante varias semanas la administración de ozonoterapia a un paciente crítico de Covid en el hospital La Plana de Vila-real, un juez de EE. UU. ha ordenado al Hospital West Chester Hospital de Cincinnati a tratar a un paciente de coronavirus con el antiparasitario ivermectina. El nuevo fármaco estrella de fórmula barata para tratar o prevenir el coronavirus, encuentra entre sus defensores al doctor Pierre Kory, un médico intensivista y fundador de Frontline Covid-19 Critical Care, que declaró, con la misma solidez que el héroe de Marsella, ante el Comité de Asuntos Gubernamentales y Seguridad Nacional del Senado de los EE. UU., en diciembre de 2020, que “todos los estudios son positivos, con beneficios de considerable magnitud, y la gran mayoría alcanza una fuerte significación estadística”.