Valencia Plaza

un buen trago

¿Es el Brandy moderno?

Dicen que uno muere de verdad cuando no tiene a nadie que le recuerde, a nadie que le importe, nadie que le llore ni le celebre. Uno muere cuando la nostalgia se desvanece y revive cuando la memoria se hace fuerte.

La primera vez que probé alcohol, fue en casa de mi abuela, una de esas nocheviejas cargadas de griterío, jolgorio y espumillones. Eran los early noventa. Curro y Cobi eran tendencia. La empanadilla de Móstoles el hype. Romina seguía con Albano. Ana Torroja cantaba a las magdalenas del sexo convexo. Tom Cruise preparaba cocktails mientras compartía portadas con Rob Lowe. Tenías que elegir entre Sabrina o Samantha. Todos los buenos chistes empezaban con una exhalación y una voz ronca y pausada que decía: “saben aquell que diu…“ La Trinca montaba casi todas las cosas (bueno, en verdad eso sigue pasando aunque con capital holandés) y la paella rusa de Monleón era Dios. Diría que mi abuelo acababa de fallecer ese año, quizás el anterior. Es curioso como algunos recuerdos tienen una nitidez pétrea y otros se diluyen como un azucarillo hasta convertirse en un remanso que campa en el interior de la galería de Sueño de los Eternos. Un remanso que quizás aflore en alguna vigilia tardía. Una de esas vigilias en las que el olor a mantequilla y el azul de Persia penetran por el resquicio de las mallorquinas de la habitación.

El caso, yo no tendría más de 9 o 10 años y mi insistencia hizo que mi tío en connivencia con mi padre me ofrecieran un chupito de Brandy. Ya se sabe: ese proceso litúrgico y atávico. Ese  momento que marca el paso de la niñez a la edad adulta y que se vive en cada hogar español. Ese momento por el cual se le concede a uno el privilegio masculino ¿Acaso hay algún privilegio que no sea masculino? de sentarse con los mayores. De ser un hombre. De comportarse como tal. Porque no nos engañemos, durante muchas décadas, el Brandy ha sido cosa de hombres, un poco era mucho, Lady Godiva galopaba desnuda a los lomos de un corcel o la fiesta nacional se convertía en símbolo de carreteras secundarias. Un toro que transformó nuestro paisaje a través de iconos del diseño simbólicamente discutibles. El Brandy también enseñaba como ser una buena esposa, abnegada y displicente capaz de soportar el maltrato, la desdicha o el desprecio de su marido. Esto es: la publicidad del Brandy construía identidades, limitaba espacios, tejía conductas y perfilaba territorios. En definitiva, el Brandy, como casi cualquier producto cultural patrio, se convirtió en altavoz de un régimen anodino y gris, castrense, opaco, censor y represor.

Pero volvamos a la infancia vivida y no a la narrada. Recuerdo perfectamente el trago. Seco. Intenso. Ardiente. Quemaba como una navaja automática. Ardía como el hielo. Gritaba como Claudio Brook en Simón del desierto. Corrí hacia la cocina, fui directo al fregadero, abrí el agua y dejé que brotara sobre mi garganta. Las risas se oían desde el salón y la vergüenza se apoderó de mí. Tardé muchos años en volver a probar el Brandy. Años que conforman el gusto. Años en los que adquieres matices, perspectivas y profundidad. Años que como a la bebida, dotan de personalidad. Años que evolucionan, que matizan, que complejizan y estructuran cualquier ser vivo, sea de carne y hueso o de pulpa y hollejos. Años que a uno lo forjan en lo conductual y lo espiritual. En los que valoras un buen trago y lo distingues de uno malo


Recibe toda la actualidad
Alicante Plaza

Recibe toda la actualidad de Alicante Plaza en tu correo