La burocracia, la estructura de gestión de las administraciones, no es hoy en día demasiado popular. Probablemente no lo ha sido nunca. Funcionarios y demás trabajadores público se encuentran entre la envidia y la sorna: se dice que trabajan poco, que tienen empleos seguros y se desenvuelven en entornos poco estimulantes. No han proliferado los análisis en profundidad de la burocracia desde que Max Weber describió su importancia y racionalidad en su ensayo publicado en 1922.
La burocracia ha sido una fuente inagotable de caricaturas en la cultura popular que nos ha traído momentos desternillantes, de reír por no llorar. Recordemos, o divirtámonos por su cercanía a la realidad desde el absurdo, la aventura de Astérix y Obelix tratando de conseguir el formulario A-38 en una de las doce pruebas o el ministerio de andares extraños de los Monty Python.
La burocracia también ha sido atacada por voces interesadas que han pretendido reducir la fuerza y la capacidad de lo público. La administración es una organización relativamente asimilable a otras del sector privado, ya que funciona con personas y estructuras. No obstante, no se puede hacer un copia y pega directo entre las maneras de gestionar una empresa y, por ejemplo, una ciudad.
Cuestiones como la comunicación interna, la implicación de los trabajadores, la generación de confianza, la calidad del trabajo, la conciliación o la capacidad directiva son igualmente importantes para empresas y burocracia. Pero, como decía en mí último artículo, no se pueden tratar los problemas de la ciudad (ni del estado) como si una startup se enfrentase a una necesidad a resolver. Un necesidad de mercado se puede acotar y, con suerte, se podrá generar un producto que la satisfaga. La manera de solventar un problema urbano y/o político siempre tendrá efectos desiguales y muchas veces contradictorios. Inaugurar un parque o una televisión pública hace que unos se beneficien más que otros y los recursos destinados a ello no se podrán usar para otras alternativas.
Ya os he hablado aquí de la burocracia creativa, un término acuñado por el urbanista Charles Landry. Una contradicción solo aparente que señala el potencial creativo de las administraciones públicas, la capacidad de las mismas para generar innovaciones, y la necesidad de un marco de seguridad y regulación para que la creatividad en general florezca.
Landry plantea que la burocracia puede llegar a ser inventiva, flexible o dinámica, atributos que normalmente se asocian con las empresas privadas más innovadoras, aunque tenga unos objetivos, los públicos, totalmente distinto. Aboga, por tanto, por un cambio en la cultura de las organizaciones burocráticas.