Las manos de Vicente Torres, que nació en la meseta pero se crio cerca del mar, son las manos de un marinero. Grandes, duras, callosas. Sus manos son las manos de un hombre de 46 años que se ha hartado de estirar los cabos, de pulir el casco, de hurgar en el motor. Y acabó amando el mar de tal forma que una tarde, allá por 2010, angustiado por la crisis, incapaz de dormir la siesta, cogió a su mujer y a sus dos hijos, dos niños de cinco y seis años, se subió a su pequeño barco y soltó amarras. Vicente dejó atrás los problemas, las deudas y los pleitos, y se metió en otros: los temporales, las olas de tres metros, las noches alumbrando la vela para que los buques mercantes no los arrollaran en el estrecho...
Aquel viaje duró ocho años.
A los ocho años regresaron a Godella. Los niños habían crecido, ellos habían cambiado. Se fueron unos y volvieron otros. Los niños eran adolescentes, ellos eran pobres. Pero solo en la cuenta bancaria. Porque ese viaje por la costa de Andalucía, Marruecos y Canarias les permitió descubrir que la riqueza no es acumular bienes, no es tener mucho dinero, en ese viaje aprendieron que la riqueza es ser feliz y vivir una vida plena.