Supuso grande esperanza para los restauradores valencianos el sueño de la citada conexión terrestre: rápida y segura como hemos dicho, y puntual y de suficiente frecuencia, como decimos ahora, la unión de las tierras y los pueblos a que daría lugar el AVE generaría pingües beneficios a ambos extremos del recorrido, no siendo los menores aquellos que se producirían con las innumerables comidas que serían servidas a los viajeros visitantes, lo cual permitiría, además de incrementar la facturación, comparar estilos y precios, ingredientes y calidades, modas y tendencias: al fin, trasvasar cultura.
Ya sabíamos que no estaba Madrid lleno de cociditos con garbanzos, ni eran las tierras valencianas patrimonio exclusivo del arroz de la Albufera –aunque algunos así lo siguen creyendo-, sino que ambas habían apostado por la modernidad, y la recuperación de las tradiciones con algún punto de juventud e incluso la fusión de la cultura patria o local con sabores y perfumes de más allá, era una realidad.
Pero esas posibilidades, al parecer de la mayoría de los implicados de nuestra cocina, se han frustrado, o cuando menos se han reducido con respecto a lo que era presumible. El tren de alta velocidad se llena todos los días en casi todos los viajes, pero los comensales que debían llegar en esos trayectos no llenan las salas valencianas. Se diluyen en el paisaje, o comen un bocadillo entre dos reuniones de trabajo, pero no aparecen con regularidad por nuestros mejores locales: ni en los estrellados ni en otros de menor calificación se aprecia su presencia. Sin duda sus viajes no tienen el carácter lúdico que se podía presuponer cuando la expectativa de la llegada de la alta velocidad a nuestras tierras era eso, una hermosa expectativa, y no una limitada y pobre realidad.