VALÈNCIA. Diego Infante mide 1,65, está a la derecha de Vox y es más madridista que Guti. Pero, en realidad, es un currante que lleva prácticamente 50 años detrás de una barra. Porque igual que hay gente que ha nacido para salvar vidas y a otros les gusta defender a los débiles o narrar partidos de fútbol, a él le encanta servir copas. Por eso, en cuanto su familia dejó Tánger -después de que Hassan II tomara el poder- y se mudó a València, se puso, con solo 12 o 13 años, a ayudar a su padre en el bar que abrió en la calle Sagunto. Y así, ese niño que hacía de monaguillo en Tánger en aquellas misas en latín de las que no entendía mi media se levantaba a las cinco de la mañana para ir al bar a poner los primeros cafés del día antes de marcharse al Luis Vives.
Tenía tanta ilusión que hasta recuerda su primer cliente. "Un día, mi padre me dijo que me encargara yo de atender personalmente a un hombre, bien vestido y con buen aspecto, que acababa de entrar. Así que me acerqué a él y le pregunté qué quería. Y, de repente, empezó a decir palabras inconexas y sin sentido. Le repetí la pregunta varias veces y no conseguía saber qué quería. Al final, mi padre se acercó, vio que no tenía lógica seguir y le echó del bar. Tiempo después, otro cliente nos contó que era un profesor que había perdido la cabeza después de que le dejara su novia".
Ya de adolescente pasaba mucho tiempo en el bar. Prefería el paterno, trabajando, que estar en otros, de ocio, con los amigos. "Me gustaba interactuar con los clientes. Le ponía mucho interés, les aconsejaba qué beber, que a lo mejor lo que pedían estaba más bueno si lo tomaban con un poco menos de coñac o mezclado con otra cosa, y mi padre me dejaba hacer". Un día le llamó un cliente, el señor Máñez, y le dijo que llevaba tiempo observándole. Diego le explicó que le encantaba eso de mezclar bebidas y contentar a la gente que iba al bar. "Y entonces el señor Máñez me explicó que eso que yo le decía ya existía y tenía un nombre: coctelería".