Escribo esto desde mi rincón favorito del mundo. Con la chimenea encendida y una copa de vino sobre la mesa. Junto al ordenador tengo el primer Anuario que publicamos allá por 2017, tapa negra e ilustraciones de Calpurnio (pura elegancia), y el último, el Anuario 2024 que presentamos el próximo lunes y que bajo la mirada de Lara Lars desprende luz, calma y placer. Han pasado ocho años, pero sigo manteniendo la misma ilusión que me despertó aquella primera edición en la que nos embarcamos sin saber bien cómo sería acogida una publicación en papel que pretendía ser algo más que una guía gastronómica. Era casi un objeto de coleccionista, un libro bonito, en el que además de esa –mal llamada– alta cocina de la que se hacen eco otras guías, hablaríamos de barras, bares, casa de comida y restaurantes de barrio en los que hemos sido, y seguimos siendo felices. Los lugares que nos acogen y nos cuidan.
Reviso aquel Anuario de 2017. Muchos restaurantes siguen al pie del cañón, dejándose los cuernos cada día, haciendo un trabajo impecable; otros han desaparecido –se me empañan los ojos al pasar la página donde está Morgado, el primer gran restaurante al que me llevó mi padre con 19 años–; algunos de sus propietarios se han jubilado; otros negocios han cambiado de manos o se han reconvertido en otra cosa. Es el ciclo de la vida. Y está bien que así sea. Pero todos tienen algo en común: los que ya no están nos dejaron ratitos memorables, los que continúan siguen dándonos grandes alegrías.