Yo imagino cómo ha de sentirse un danés en Fallas y vaya tela lo que debe de pensar el notas de nosotros: estos valencianos están para que los encierren. Ruido (muchísimo ruido), pólvora y calles cortadas; aglomeraciones, sudor y ni rastro de sentido común; gárgolas, barroco sin coartadas y un bellísimo caos que lo inunda todo, también nuestros cocos. Somos esa clase de pueblo que se pasa un fokin año fabricando movidas de 35 metros y 30 toneladas en un barrio de artistas falleros (yo crecí en La Ciudad Fallera, tetes) y que, mira tú por donde, nos da por quemar el día de San José —que resulta era carpintero; con dos cojones falleros. Nos mola quemar cosas, hacer estallar el mundo y prendernos como si no hubiese un mañana. Es que no lo hay.
No se trata de entender el espíritu de las Fallas, porque no se puede, tan solo rendirse a la liturgia de la mascletà y abrazar el sinsentido del que, si decides quedarte (o visitar la ciudad estos días) no tiene mucho sentido huir; porque la vida (siempre) es más rápida. ¿Cómo decía el padre de Rafa Soler (propietario del Nuevo Da Vinci en Moraria) en aquel mítico programa de Chicote? “Vámonos de traca”. Pues eso, que nos vamos de traca. Gastronómica.