No todas las vocaciones culinarias vienen de cuna ni tienen detrás una historia feliz. La de Carlos Julián de hecho comienza con una tragedia personal. Hasta los 18 años, su vida transcurría entre entrenamientos y competiciones. Como atleta velocista, se alzó tres veces como campeón de España en su categoría. Pero su brillante y prometedora trayectoria deportiva se truncó por culpa de una grave lesión de rodilla. Fue entonces cuando, sumido como estaba en una lógica depresión, encontró una nueva pasión en la gastronomía. Aplicó a los fogones la perseverancia, la ambición y las ansias de superación propias de los deportistas de élite. Y le fue bien. Hoy camina imparable con la mirada puesta -no lo niega- en la Guía Michelin.
Aplicó a los fogones la perseverancia, la ambición y las ansias de superación propias de los deportistas de élite
Empezó desde abajo –“de grasas”, como él mismo dice-, afianzando su experiencia en una larga lista de arrocerías y restaurantes -entre ellos el primer Poblet, cuando Quique Dacosta todavía era un “joven con pelo largo”-. Llegó como jefe de cocina a Las Lunas, un restaurante de barrio en la calle Císcar, y de ahí a Madrid Fusión, donde consiguió quedar finalista en el año 2016 gracias a un invento bien arriesgado: un buñuelo de osobuco con gorgonzola con espuma de ajo negro y el jugo del osobuco, coronado con una esferificación de tomate con cilantro. Pocos meses después llegó su oportunidad de pasar de los menús de mediodía con toque de autor a los juegos gastronómicos de verdad, que tienen que vienen avalados de recursos económicos y voluntad empresarial.