VALÈNCIA.- Los ochenta, que se han idealizado y edulcorado con el paso del tiempo bajo la manoseada etiqueta de la Movida, fueron también los años de los zombis de la heroína, de tipos que medraban por el Ensanche y Ruzafa con apodos tan poco gratificantes como el Rata, el Piojo o el Lejía, o las tribus urbanas en las que rockers, mods, punkis o skinheads podían enzarzarse en peleas callejeras donde aparecían cadenas, nunchacos y hasta navajas de mariposa, y al día siguiente sentarse bajo el mismo techo en un pub molón. Y en ese ambiente, en un acto de pragmatismo, César Pérez, un joven de 25 años que acababa de volver de la mili, salió de su encrucijada vital abriendo un pub en Ruzafa al lado de la avenida de José Antonio —hoy Regne de València—.
El garito se llamó Brillante y su dueño, que se apoyó en varios socios capitalistas, decidió salirse de los círculos de ocio del momento, como el Carmen, Pelayo, Cánovas o Woody, y buscar su sitio en la calle Pintor Salvador Abril, en la planta baja de una antigua imprenta, un taller viejo y mugriento que los nuevos propietarios, con los planos de un reputado arquitecto, tiraron abajo para levantar un bar de copas de 250 metros cuadrados.
Brillante brilló en un punto de la ciudad donde Ruzafa no era el barrio que es hoy y donde todo el jolgorio se limitaba a los cines del momento, como los Martí, con su Mostra del Mediterrani en otoño, el Goya o el Tyris, y bares como el Goya, Zaiyán, el recién inaugurado Maipi de Gabi y Pilar o la perenne Taberna Vasca Che. «Era una zona un poco de capa caída donde abundaban los típicos negocios de pollos a l’ast y los kioscos de alrededor del mercado, pero esa zona estaba libre y ahí podíamos marcar nosotros nuestras reglas del juego», recuerda César Pérez.