dana

Valencia bajo el barro 

Las lluvias torrenciales del 29 de octubre provocaron
la mayor catástrofe natural que se recuerda en España. El desbordamiento del barranco del Poyo y del río Magro inundó poblaciones y arrasó con todo aquello que se encontró a su paso. Las pérdidas personales y materiales son cuantiosas. Durante semanas, las localidades han vivido embarradas y sin las comodidades propias de este siglo. Siguen adelante, muchas veces empujadas por la ayuda de miles de voluntarios que quebrantan las normas para seguir a su lado

22/11/2024 - 

VALÈNCIA. Una familia saca de su casa muebles, libros, fotos y todo tipo de objetos deshechos por el agua y el barro. Hay dolor en sus rostros y algún titubeo, pero no dejan que las emociones les detengan y siguen ampliando esa hilera de montones de recuerdos que otras familias comenzaron a levantar antes. Un hombre limpia su bicicleta en un intento por salvarla. En la calzada, una cuadrilla empuja coordinada los haraganes para mover el agua hacia la alcantarilla, mientras otra retira el barro de una casa con cubos y carretas. Sus ropas se han teñido de color marrón. Ensuciarse es lo de menos. La mayoría calza botas de agua, aunque hay quien no tiene y, en su lugar, lleva atadas bolsas de plástico en los gemelos. Un grupo de mujeres conversa en medio de ese caos. Acaban de reencontrarse. Hablan de la Dana. No hay otro tema. Tampoco otra pregunta: «¿Estáis todos bien?». Es la nueva realidad de agua y barro en la que se han instalado los vecinos de las localidades afectadas tras el temporal sin precedentes que ha azotado la Comunitat Valenciana. 

«Es horrible», «apocalíptico», repiten al mirar hacia su alrededor e intentar digerir lo que ocurrió aquella noche. Es imposible reconocer la fisonomía de las localidades: los barrancos desgarrados en sus laterales y repletos de enseres de a saber dónde; casas con sus muros caídos y sus habitaciones al descubierto, y calles bloqueadas por amasijos de vehículos que, en algunos puntos, se alzan hasta el segundo piso. En una calle de Sedaví, una mujer pide con cortesía un café caliente. Está atrapada por el cúmulo de coches arrastrados por un tsunami de agua y lodo, y lleva días comiendo cosas frías. «¿Y si hay alguien ahí con vida?», pregunta angustiado un joven que mira atónito la escena, convertida en la imagen de la destrucción del Dana. Alrededor nada mejora: el motor de la economía se ha parado. Las persianas de los negocios están abiertas, pero sus interiores, irreconocibles: muebles por el suelo, cristales rotos, estanterías vacías y desvalijadas y objetos que no deberían estar ahí, como una nevera en una peluquería. Nada está donde debería estar. Nada es como era antes de ese 29 de octubre. 

Aquel último martes de octubre cambió el curso de sus vidas. Las fuertes tormentas durante la mañana y la tarde de aquel día hicieron que el barranco del Poyo aumentara progresivamente su caudal, que tiene una superficie de 462 kilómetros cuadrados y desemboca en el Mediterráneo por la Albufera. «Llovía bastante y el barranco iba cargado de agua, como otras veces», comenta Paco de la Fuente, vecino de Chiva. Siguió con su rutina. Por la tarde, la crecida se concentró e intensificó, multiplicando por cien el caudal en apenas dos horas. Cinco veces superior al Ebro. Empezó todo. La fuerza del agua —alcanzó los 2.200 metros cúbicos por segundo— se convirtió en un tsunami que iba directo hacia los municipios que encontró a su paso, como Paiporta, Picanya, Sedaví, Alfafar, Massanassa, Benetússer, Aldaia o Catarroja. Lugares en los que no llovía, pero que acabaron arrasados por el desbordamiento del barranco del Poyo. «Esa tarde hacía viento, pero no llovía», explican muchos vecinos de la zona. De hecho, eso es lo que «nos confundió». 

«Lo he perdido todo. No sé si voy a tener fuerzas para volver a empezar de cero». Es el lamento de Paco Cardós, que a sus 57 años se ha quedado sin su panadería y su plan de jubilación. Un grupo de Leganés le ayudó a sacar el mobiliario y maquinaria y, ahora, solo unos sacos de harina y unas bandejas de horno testimonian que allí antes hubo una panadería. «Todo está para tirar». Su corazón se encoge al recordar la fotografía familiar que ha desaparecido. Se rompe en el recuerdo de su padre, que murió hace unos meses y le ayudó, en 1996, a montar la Panadería Cardós (Paiporta). «Para empezar con un despacho de pan pequeño, sin pretensiones, necesitaría como mínimo 90.000 euros y, si quiero reconstruir el negocio como estaba, más de 200.000 euros», reflexiona sin tener claro su futuro. 

Una noche de pánico

Dan igual las pérdidas económicas. Está vivo. También su mujer Piedad y su hijo. Es lo que cuenta. Lo sabe bien, porque tiene personas conocidas que no pudieron salvarse aquella noche o siguen desaparecidas —a cierre de esta revista, el número oficial de fallecidos es de 214 y de desaparecidos, 32—. «Cuando salí de la pastelería el agua me llegaba a la cintura, y al subir las escaleras de casa el ruido era terrible, como de un tsunami», relata Paco. Las escenas de pánico se sucedieron durante varias horas. Los coches flotaban a merced del caudal, las calles se convirtieron en una trampa sin salida para las personas, algunas de las cuales fueron empujadas por el agua y otras permanecieron durante horas en los puntos elevados que encontraron y a los que se aferraron. Sus vidas estaban en peligro. Las poblaciones se quedaron sin agua, sin luz e incomunicadas. La noche se hizo eterna. 

«El agua me sorprendió regresando a casa. No pude llegar. Un matrimonio anciano me acogió en su hogar y dormí con ellos», relata Antonio Rodríguez. No pudo comunicarse con su mujer, Eva Rodrigo, que estaba con su hijo Jordi en casa. Viven en el barrio de Orba (Alfafar), que quedó completamente inundado. «Hacía viento y quitaba las hojas de la calle para que no taparan las alcantarillas, como siempre hago cuando llueve. Al poco gritaron que se había desbordado el barranco y me refugié en casa», relata la mujer. El agua comenzó a entrar por debajo de la puerta y subieron a las habitaciones. Pudo salvar a tres de sus mascotas. No durmieron en toda la noche, vigilando que el agua no subiera un peldaño más e inundara también el piso superior. Antonio Luján, vecino de Sedaví, cuenta que poco antes «era un ir y venir de coches; no entiendo cómo la gente puede arriesgarse tanto por un vehículo». Numerosos garajes quedaron inundados y en su interior muchas personas se dejaron la vida.

Ruido, sirenas y gritos se oían por doquier. Desesperación: «El 112 no funcionaba». El llanto de la catástrofe. «Veía pasar los coches flotando por el barranco, río abajo, y con ellos árboles con sus raíces», cuenta Paco en Chiva. Cuando llegó el mensaje de alerta general a la población, la tromba de agua estaba anegando coches, casas y poniendo al límite a muchas personas. «La alarma sonó cuando ya tenía el agua hasta el cuello y los coches estaban flotando», explica Paco Cardós. Misma situación en Sedaví: «Nos mandaron el aviso cuando el agua ya estaba arrasando nuestro pueblo», recuerda Conchín. Las historias son infinitas, pero la misma crítica: «La alarma sonó muy tarde». Antonio Luján habla también de prevención: «No puedo entender por qué no avisaron antes. Desde las ocho de la mañana llovía en Chiva y el caudal del barranco subiendo a medida que pasaban las horas, y no alertaron del peligro». Sabe bien lo que dice, pues esa mañana estaba trabajando en Chiva y se marchó antes a su casa por las lluvias.

Falsa calma al alba. Los supervivientes salieron de su refugio. Antonio se reencontró con su mujer a las cinco de la mañana, gracias a una cadena humana que luchaba contra la corriente. «Llegó con un pijama que le dejaron», recuerda Eva. No fue el único que aquella noche la pasó en otra casa. Muchos que vivían en bajos fueron acogidos en otros hogares. Entrada la mañana, el agua se convirtió en lodo y los vecinos comenzaron a salir a la calle. En ese momento, fueron conscientes de lo que había ocurrido. Era imposible reconocer su propio entorno. Desde entonces no han cesado de trabajar. Primero quitando el fango y después vaciando las casas. Antonio y Eva retiran enseres, como las colecciones exclusivas de cervezas, de Star Trek…, «son recuerdos yéndose con el barro». Parte de su vivienda ha sido arrasada: «¿Con qué dinero hago yo la reforma?». Ahora no toca pensar en esto y se reconfortan con un pequeño gesto de normalidad: «Después de seis días me he podido duchar con agua caliente». Es más que otros vecinos y otros municipios afectados, que tras una semana siguen sin agua y sin electricidad. 

La solidaridad del pueblo

La falta de suministros hace que no se pueda cocinar. Comen de lata y alguna comida caliente que acercan vecinos y amigos. La solidaridad no tiene límites. Desde el primer día tras el paso de la Dana, la ayuda anónima no ha cesado, traen todo tipo de artículos de primera necesidad. «La ayuda es inmensa», no se cansan de repetir los afectados. Se refieren a esas miles de personas que cruzan diariamente el ahora bautizado como Puente de la solidaridad, enfundadas con el mismo outfit: ropa vieja, bolsas de plástico en los pies, botas… y, sobre los hombros, escobas, palas y azadas. También llevan mochilas y algunos carros con víveres. «Vamos a donde nos necesiten», explican los jóvenes. En el otro lado se convierten en uno más. Como Sergio y Raúl, de 20 y 21 años, que entre los dos vierten cubos de lodo en la alcantarilla. Ayudan a unos familiares cuya vivienda y tienda han quedado dañadas. Son un gran ejército humanitario, repartido por todas las localidades, que avanza bajo la pregunta de si alguien necesita ayuda. «Es la única manera que tenemos de hacer algo. Es el futuro de nuestro planeta», comentan. 

En esa nueva normalidad, los ciudadanos hacen cola para conseguir alimentos, papel higiénico, pañales y todo tipo de primeras necesidades. «Sin la ayuda de toda esta gente no podríamos seguir adelante», agradece una mujer. Rompe en el llanto. A esa ayuda se incorporó el Ejército español, bomberos, protección civil y policías de otras comunidades. «La ayuda institucional debería haber llegado antes», denuncian. Lo hacen a un grito que se ha hecho popular: «Solo el pueblo salva al pueblo». Hay quienes tienen fuerzas y salen del barro para cruzar al otro lado, a València. «Vengo a comprar algo de carne para mí y una amiga», cuenta una joven cargada con dos bolsas. Otros, como Jordi y Ana, buscan cosas concretas: «Necesitamos un tipo de leche especial para un bebé prematuro». 

El dolor se palpa en la calle. «Estamos bien, pero nos levantamos y acostamos llorando», son las palabras de Mar Cuallado y Félix Catalá. Su sentimiento es generalizado. Al final del día, amigos y vecinos se sientan donde pueden y conversan. «Es el mejor momento del día, cuando podemos desahogarnos», dice Mar. La desconexión es mayor si alguien de fuera les distrae de la catástrofe. «Las consecuencias psicológicas de la Dana están por ver, y ya estamos organizando grupos de atención», comenta Nacho Tarazona, supervisor de Enfermería de la sección Infantojuvenil de Salud Mental de La Fe. No lleva bata, sino botas y ropas viejas manchadas de barro. No se imaginó hace quince días, cuando formalizó la compra de su casa, que en lugar de colocar muebles estaría quitándolos. «He estado ayudando en otras catástrofes, como la Guerra de Siria, el Ébola o Gaza, y siempre he pensado que en algún momento me podía tocar a mí», cuenta. Según explica, la ciudadanía ha pasado de «estar en piloto automático y limitarse a limpiar, a la fase de irritabilidad, enfado o desesperación —y avanza—: después vendrá la depresión y culpa». Habla del estrés postraumático (TEPT) que mucha gente tendrá cuando sea realmente consciente de las pérdidas materiales y personales que ha sufrido.

Un aroma a comida sale de un taller junto al barranco de Paiporta. Clara Farga y Darío Suárez cocinan pasta en un camping gas mientras hacen inventario de lo que se puede utilizar. Raciones para ellos y para quien quiera. Sobre sus cabezas, dos coches en reparación esperan su nueva fecha y, en el suelo, hay cajas metálicas con tornillos y piezas. «Muchas herramientas y maquinaria habrá que comprarlas de nuevo», comentan. No les importa, llevan veinte años en el negocio. «Tenemos que empezar de cero, así que al menos necesitaremos medio año para volver a abrir», auguran. Tienen ganas. Para empezar, ya han encontrado un vehículo: «Nos hemos quedado el coche de un amigo de Teruel». La movilidad se antoja complicada en los próximos meses, con los miles de coches hechos amasijo y las infraestructuras ferroviarias destrozadas. Se estima que cerca de 200.000 personas tendrán dificultades para moverse. «No sé cómo vamos a desplazarnos», se pregunta un joven mientras busca su vehículo: «Lo tenía aparcado ahí, pero a saber dónde está». Otros miran a las vías del tren: «Quién sabe cuándo volverán a estar operativas». 

En escenarios de caos se generan situaciones de saqueo. Solo hay que ver el centro comercial Bonaire. Hay quienes hacen turnos para proteger el negocio o estar al tanto de lo que ocurre a su alrededor. «Unas personas encapuchadas entraron en la casa del vecino y las espanté», relata Antonio Rodríguez. También hay coches desvalijados, como el de Juan Carlos: «La furgoneta del trabajo estaba en condiciones, pero han roto los cristales para llevarse las herramientas de carpintería y la documentación». Otros buscan las últimas oportunidades en lugares ya saqueados. Es el caso de una mujer de avanzada edad, que entra en un supermercado con los lineales vacíos, cajas en el suelo, comida podrida… solo quedan intactos unos cruasanes fermentados en una bandeja. Es la imagen de la supervivencia. En un rincón encuentra una bolsa de tierra para gatos: «Mi gato no tenía». Lo coge por necesidad y argumenta que «entiendo que la gente busque cómo alimentarse, pero no entiendo que cojan cosas que no son esenciales».

Graves consecuencias económicas 

Ciudades, polígonos y centros comerciales anegados y una huerta que intenta sobrevivir bajo cañas y escombros de todo tipo. Según AVA-Asaja, 33.728 hectáreas, repartidas en nueve comarcas valencianas, se han visto afectadas. Es el caso de los hermanos Olmo, Francisco y José, que en el barrio de La Torre tienen cerca de cien hanegadas. «El campo tiene un metro de tierra más de lo normal, hay que volver a nivelar y empezar de cero», cuentan. Su realidad es la del resto. Los daños previstos en cultivos agrícolas pendientes de recolección ascienden a 278 millones y, en infraestructuras agrarias, a 486 millones. En su caso, todavía es pronto para saber si el cultivo se podrá recuperar para la próxima cosecha. No tienen prisa por averiguarlo: «La acequia está obstruida por todos los objetos que arrastró el agua, así que es imposible regar los campos». También temen «encontrase con los cadáveres de animales o personas». 

Desde su barraca miran con tristeza a su alrededor. Los carros están repletos de barro y los caballos que los empujan han sobrevivido, pero el estrés ha hecho mella en ellos. El mayor de ellos, José Olmo, acaba de vivir su segunda riada. Tenía quince años en 1957: «Estábamos en la barraca cuando ocurrió la riada de València, pero no afectó a esta parte. Mi padre y mi abuelo sacaron los carros para ayudar a las personas a extraer el barro de sus casas». Ahora la vive en primera persona: «Es horrible; menos mal que a esa hora estaba en casa». Es el respiro de mucha gente.

La agricultura está parada en el campo, pero no en las calles. Sus tractores, incansables, ayudan en las tareas de limpieza. Es la aliada de esa cadena humana formada por voluntarios que ayuda a retirar los muebles y trastos mojados para que las familias puedan volver a empezar. El parque se llena de juguetes, sillas, trozos de madera…, que se unen al amasijo de coches, plásticos y alimentos que se pudren a la intemperie. El hedor aumenta conforme pasan los días. Es el mismo escenario en todas las poblaciones. «Nos han dicho que usemos mascarillas y mangas largas», comentan Dori, Marisa y Conchín, de Sedaví. Tampoco pueden usar el agua potable, «ni para limpiarse los dientes», apunta una de ellas. Sus viviendas se han salvado, pero conviven con ese caos. De hecho, Sanidad advierte de que habrá que desinfectar las casas. «Me centré en ayudar a mis padres y, cuando empecé a retirar mis muebles, había gusanos», comenta Mar Cuallado, de Sedaví. Su casa también se ha visto dañada. Con desolación muestra un agujero en el suelo de una habitación. El agua pasa a borbotones. Es una acequia. «Los bomberos han dicho que no se puede reparar, hay que demoler».

La joven heredó hace poco la casa de su abuela. La quería reformar e irse a vivir allí, huyendo de los altos alquileres de València. Su futuro se ha quebrantado y todo es incertidumbre. El Consorcio de Compensación de Seguros, el organismo público encargado de hacer frente a las indemnizaciones por daños causados por fenómenos naturales, ha comenzado a trabajar para tramitar las indemnizaciones pertinentes, pero Mar no sabe si podrá acogerse a ellas porque no tiene seguro de hogar. En su misma situación hay muchos afectados. Quien tiene seguro ha comenzado la tramitación, no exenta de problemas. «La web se bloquea y por teléfono no puedo hacerlo, porque la cobertura va y viene», explica Eva. Por su parte, Antonio Luján se queja de la «burocratización y el papeleo». 

En total, se estima que hay más de 75.000 personas afectadas directamente y 845.000 indirectamente repartidas en 79 municipios de las comarcas de Utiel-Requena, La Ribera y l’Horta Sud. Muchas de las casas dañadas estaban edificadas en áreas inundables. «Siempre que llueve entra un poco de agua, aunque nadie pensó que se llegaría a esta situación», comentan los vecinos de Orba. De hecho, muchos ya tenían bombas de agua. Una situación agravada por la edificación y la presencia de infraestructuras como la pista de Silla, que corta la salida natural del curso del agua hacia la Albufera. Eso hizo que muchos coches se amontonaran en la calzada que sale de València hacia l’Horta, donde se agrupan los polígonos de todos los municipios. «La pista de Silla era una ratonera», recuerda Juan Carlos. 

A medida que los días pasan, las localidades se van limpiando, pero aún es difícil caminar y reconocer las calles. Falta el bullicio de los comercios, el comboi y los niños corriendo. Hay pérdidas y dolor. El tsunami de agua y barro ha tintado de marrón las ciudades y borrado muchos recuerdos, pero la ayuda recibida desinteresadamente les anima a seguir en esa lucha. Lo recuerdan una y otra vez: «Solo el pueblo salva al pueblo». Es el lema de la recuperación. Es el grito que necesitan para seguir en la reconstrucción. «Toda esa solidaridad nos desahoga, nos ayuda a seguir levantándonos cada mañana», cuentan. Solo hay una pregunta que ronda en sus cabezas: «¿Cuándo se volverá a la normalidad?».  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 121 (noviembre 2024) de la revista Plaza

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