Este fin de semana, leí en las redes sociales un cartel que anunciaba una prohibición. Era tan obvia que la he olvidado. Algo así como prohibido tirar a su mascota por la ventana, prohibido pasear en bicicleta por encima de la barandilla de un acantilado o prohibido falsear el currículo con un máster inventado. Una sandez, vaya, algo que no hacía más que subrayar en mayúsculas y negrita una evidencia. Volví a pensar otra vez que somos un pueblo sin civilizar, de los que necesitan leyes y más leyes para someterse a los valores sociales primarios. Si algo tienen de bueno los diez mandamientos de la Iglesia Católica es que son pocos. Tan concisos como una novela de Azorín. Su interpretación y su pertinencia en los tiempos que corren ya son más discutibles. Y alguno que otro ya sobra.
No está el catolicismo, ninguna religión, en realidad, en condiciones de dar lecciones a nadie. Tampoco se cree la curia merecedora de someterse a la justicia civil, con lo que no seremos nosotros quienes nos sometamos al decálogo de Moisés así como así. Pero sí convendría que nos fuéramos acostumbrando a que no somos niños que tienen que llevar a sus padres detrás todo el rato para establecer los límites de lo que podemos o no podemos hacer. No te tires a la piscina desde el balcón, no des de comer a un mogwai después de media noche si no quieres que se te llene la casa de gremlins, no asumas por decreto que siempre vas a llevar la razón. Porque, en el fondo, el quid de toda esta cuestión es que no solo creemos que somos los únicos que saben vivir correctamente, aunque nazcamos sin manual de instrucciones. También pensamos que sabemos comportarnos como individuos dentro de la manada. Y podría ser así si nos fiáramos de nuestros particulares Baloo y Bagheera. Pero no, necesitamos leyes por escrito.
Salvo que nos afecten directamente. Todo el asunto de los másteres y tesis doctorales en el tejido político español vuelve a certificar que nuestros representantes no son capaces de elevar un discurso por encima del y-tú-más. Sale el caso Cifuentes, sale el caso Casado y se contrarrestan con el caso Montón y el caso Sánchez. Sin autocrítica ni soluciones. En realidad, todo es un desmadre de mentiras y acusaciones que no queda en nada, ya que unos nombres sustituyen a otros en un proceso que, ustedes me disculparán, parece el de la progresiva desaparición de ETA por decadencia de la cúpula. Con cada detención de un número uno del grupo terrorista, subía al primer puesto del escalafón alguien menos preparado. Y así fueron cayendo, uno tras otro, cada vez más rápida y fácilmente. En la política, el camino emprendido por los diferentes partidos políticos es similar. Aunque, en esta ocasión, el ocaso de cerebros nos afecta a todos.
Ya que nos gustan tanto, bastaría un decreto, una ley, una normativa que prohibiera mentir en los currículos de los altos cargos. Nada tácita, todo lo contrario, en tinta indeleble. Con cartelería y señalética en cada rincón del Parlamento. Para que todos lo entendieran. Es una obviedad, pero sería la única manera de que se empezara a cumplir el precepto. Hasta ahora, los movimientos en este sentido en el Congreso son inexistentes o se han frenado nada más empezar. Y sería tan sencillo como prohibir sazonar las ensaladas con ácido sulfúrico, prohibir abusar de los niños que pasan por tu sacristía o prohibir a los vampiros succionar la sangre de los vivos. Lo dicho, una obviedad.
@Faroimpostor