Recuerdo vagamente una definición del terror que leí alguna vez y que no consigo atribuir a Hitchcock o a Chicho Ibáñez Serrador. Decía algo así que para infundir miedo en una película no hace falta enmarcar una historia en un cementerio gótico durante una noche tormentosa. Bastaba, y añado bastante de mi cosecha porque solo me quedé con el espíritu del argumento, con encontrar un elemento inesperado e inquietante en un claro de un bosque primaveral. Chicho lo demostró con su película ¿Quién puede matar a un niño?, recientemente homenajeada por Tarantino en su último trabajo, Érase una vez en Hollywood, en la que una terrorífica jauría de chavales merodea por una isla mediterránea a plena luz del día. No he dejado de pensar en ella mientras navegaba entre las noticias de la erupción volcánica de La Palma. Esas lenguas de lava lentas e irrefrenables que arrasan todo a su paso a plena luz del día sin que podamos hacer nada para evitarlo. Como esas pesadillas en que alguien nos persigue a cámara lenta y nos despertamos agitados porque nos sentimos incapaces de escapar.
De noche, las imágenes de las bocanadas incandescentes son ese “espectáculo maravilloso” que tan desafortunadamente mencionó la ministra Reyes Maroto antes de caer en la cuenta de que había gente que estaba asistiendo a la pérdida de sus casas y sus campos y sus ganados y los recuerdos de toda una vida. Las llamaradas nos atrapan desde nuestra vida en las cuevas, desde que el calor de un buen fuego nos regaló la posibilidad de cocinar la carne y las sombras en las paredes que milenios después cimentarían el cine. Prueben con una chimenea y traten de escapar del hechizo. Lo mismo sucede con la erupción de la Cumbre Vieja de La Palma. Un fenómeno natural muy poco frecuente en España, la última referencia tiene mi edad, que nos mantiene en vilo a miles de kilómetros de distancia y que, creo, no va a tener más encaje político que la metedura de pata de la ministra y la posterior indemnización a los afectados. Y ahí es donde cobra una dimensión singular.
No ha habido víctimas mortales porque las señales de alarma comenzaron hace semanas. El plan de evacuación ha sido extraordinario. Solo los vecinos, turistas y curiosos podrán evitar aspirar los gases tóxicos que vendrán ahora, por su cuenta y riesgo. Nadie ha podido minimizar el impacto del avance de la lava porque es imposible. No había ramblas que desatascar ni bosques que limpiar ni vacunas que inocular, por lo que no caben reclamaciones a las diferentes instituciones. Además, el vertido de magma ha roto España tanto como la engrandece, un debate estéril y bastante frecuente en la actualidad, porque el vómito del volcán se ha abierto camino y ensanchará las orillas de la isla canaria, esperemos que sin consecuencias graves. Así que asistimos a un espectáculo puro, brutal, fascinante y peligroso, sin más. Sin que, en principio, vaya a desembocar en un frontón de acusaciones entre partidos políticos. Lo cual será como encontrar un elemento inesperado e inquietante en un claro de un bosque primaveral. Pero sin el pavor de estar ante una clase política desbocada e infantil.