La muerte de Sean Connery ha sido uno de esos momentos fronterizos en los que te das cuenta, sin duda, de que algo se ha movido. Más que por Bond, que llegó antes de que los de mi generación estuviéramos siquiera pensados, por Los inmortales, por Indiana Jones, por El nombre de la rosa, por La caza del Octubre Rojo. Por todas las películas con las que fuimos apuntalando nuestra propia historia y que en mi caso derivó hacia Marnie, la ladrona, Robin y Marian o El hombre que pudo reinar. Que, al final, en eso consisten el arte y el entretenimiento. En crear una marca en la memoria que nos recuerda quiénes éramos cuando nos cruzamos con el gato de Cheshire en aquella encrucijada. Su desaparición fue algo más, también. Fue un golpe de madurez para los que rondan los cuarenta y de pesadumbre para los que frisamos los cincuenta. Fue el día en que mi mujer enviudó, así me lo dijo. Fue la constatación de que todo pasa y todo queda, hasta las estrellas de la pantalla, salvo este virus desbocado que no acaba de pasar y se está haciendo demasiado largo. Primer temblor.
Después llegaron los terremotos, pese a que en la falla del Mediterráneo sobre la que nos movemos se agitan poco más que el vibrador de la alarma del móvil. Se despertó Claudia en Torrevieja, se despertó Dani en Alcoy. Despertaron los sarcasmos de los lectores americanos, que ven en las noticias sismológicas de la Europa occidental un método para liberar endorfinas. Se parten con nuestros seísmos. Y es verdad que en México, en Chile, en Argentina sufren terremotos de gran magnitud. Es verdad que en las calles de Valparaíso hay vías de escape para casos de tsunami. Pero también es verdad que la falta de costumbre nos deja esa sensación de que cada vez que la placa tectónica se quita una piedra del zapato, nos cegamos como un cervatillo en medio de la carretera. Sin saber qué hacer. Segundo temblor.
Pero incluso los cervatillos saben leer la agitación, la lluvia y hasta el hedor de una enfermedad. A diferencia de ellos, nosotros solo tenemos la capacidad de leer entre líneas. Y algunos, la dirección del viento. Así que no nos queda otra que reponernos y sospechar la luz entre las sombras. Permanece viva y accesible toda la filmografía de Connery, hasta Zardoz. Permanece en pie nuestra vida incluso después de que lleguen las lluvias, que son nuestras pesadillas atmosféricas recurrentes. Permanecemos más o menos enteros con el dolor de una carga de miles de muertos a nuestras espaldas, en espera de que pase la pandemia y florezca el Renacimiento, que es lo que auguran los cronistas que va a suceder. Y, sobre todo, permanece ese tercer temblor, el escalofrío que recorre nuestra espalda cuando nos da el sol en pleno invierno, que sentimos al pensar en que aún en estos tiempos, todavía habrá alguien que se enamore por primera vez, que vea el mar por primera vez, que tenga un padre que le lleve a conocer el hielo en plena canícula de Macondo. O que escuche por primera vez la voz de Connery presentándose. Me llamo Bond, James Bond. Y algo se le mueva en su interior.