La monumental debacle deportiva del Hércules me ha abierto un par de cajones de la memoria. En uno de ellos aparezco con mi padre y mi tío Carlos en el Rico Pérez, de niño, como asistente a los partidos en que aquel Hércules de Primera División de los 80 era una excusa tan buena como cualquiera para pasar un rato con los mayores de mi familia y para quedarme hechizado por el marcador simultáneo que se regía por una clave de anuncios publicitarios que había que consultar en un folleto. No recuerdo un solo partido, sí algún nombre de los jugadores de entonces, pero tengo en la cabeza el cartelón que se cambiaba cada vez que uno de los equipos de la liga marcaba un gol. Comíamos pipas enfrente de lo que se dio en llamar la grada Tejero, nos sentábamos sobre colchonetas azules que apenas aliviaban la dureza del cemento y, al acabar el partido, recorríamos el barrio de San Blas de punta a punta, con esa sensación de libertad y omnipotencia que adquieres cuando dejan de pedirte la mano para cruzar las calles. Más de treinta años después, sigo siendo más samblasino que herculano.
La segunda esquirla de mi memoria deportiva la tengo mucho más viva. Jugué al baloncesto durante mi adolescencia, en dos equipos que me permitían pasar el fin de semana entero botando un balón, que también era a lo que me dedicaba en los recreos mientras almorzaba un bocadillo o en las pachangas en el Hipódromo, donde seguramente alguna vez me enfrenté al rapero Nach bajo una canasta. Disfruté mucho como base más asistente que anotador en torneos en los que aún no era ningún obstáculo medir menos de 1,80 y llevar las gafas sujetas con una cinta a la cabeza, como Kurt Rambis en los Lakers. Entonces y ahora era una aventura competir en algún colegio en el que la cancha era triangular o tenía una alcantarilla en el punto justo del salto inicial. O visitar al equipo de Carolinas, que jugaba en un patio interior en el que solías cruzarte con alguna pinza de tender ropa, especialmente cuando ganabas. La cosa cambiaba cuando visitabas Elche o Valencia, cuyas instalaciones deportivas parecían olímpicas al lado de las tuyas y cuyos clubes mostraban una solidez estructural que te daba la impresión de que te estabas enfrentando a selecciones nacionales. Y, por lo que leo a mis compañeros deportivos, la cosa no ha cambiado demasiado en la actualidad.
El deporte en Alicante es la cultura en Alicante, el turismo en Alicante, el urbanismo en Alicante. Un desastre. No hace falta que el Hércules descienda a los infiernos para comprobar que los éxitos deportivos han llegado casi siempre desde otras poblaciones de la provincia, salvo en el balonmano, con equipos como el Calpisa o el escolar de Agustinos, o las artes marciales, gracias al impulso de iniciativas privadas en instalaciones de barrio con campeonas planetarias. No me voy a meter en los despachos de Ortiz, porque eso se lo va a contar mucho mejor mi compañero Óscar Manteca. Tampoco voy a crecer más, con lo que mis facultades para el baloncesto van a seguir cimentándose en una excelente visión de juego, mal está que lo diga yo. Pero sí fui un niño que disfrutaba sentado al lado de su padre en el estadio y sí que llegué a entrenar en lo que luego fue el germen del Lucentum, el Miguel Hernández Teka. Así que puedo entender lo que siente un carrilero de lujo o una excelente pívot cuando deslumbra en el páramo deportivo de la ciudad y va preparando las maletas para cambiar de aires y, así, poder triunfar. A esa edad en la que aún no se ha llegado a comprender que Alicante no tiene remedio.