VALÈNCIA. Atrás dejo la ciudad de Windhoek para adentrarme por los paisajes de Namibia, en dirección a Sossusvlei, uno de los lugares más mágicos del planeta. Un sueño viajero que ahora cumplo haciendo caso a El Principito: «Haz de tu vida un sueño y de tu sueño una realidad». Sin embargo, hasta llegar al Parque Nacional de Namib-Naukluft tengo un largo camino en el que pronto recuerdo ‘el masaje africano’, que ya descubrí en Senegal. Es la forma amable de decir que los caminos son de tierra y están llenos de baches y piedras. Personalmente me da igual, porque soy feliz mirando por la ventanilla del coche un paisaje que, en cuestión de minutos, ha pasado de las colinas escarpadas a las planicies desérticas. Kilómetros y kilómetros en los que apenas se ven personas —con 3,1 habitantes por km², es uno de los países menos poblados del mundo— y donde todo es nuevo para mí. Sonrío, consciente de que la aventura acaba de comenzar.
¿Qué es eso? Grita una de las personas del grupo. Nadie lo ve, pero a los pocos kilómetros detecta otro y detenemos el coche. Es lo que tiene hacer un viaje con personas aficionadas a la fotografía, que los ojos están siempre bien abiertos y la cámara, a punto. Bajamos del coche en tropel para ver de cerca ese montón de paja que parece una cabaña en el árbol. Es el nido de un tejedor republicano, llamados así porque construyen enormes nidos para albergar a decenas de familias de aves.
Una parada que también sirve para estirar las piernas, aunque nuestro conductor, Justice, nos apremia para subir. No es consciente del tipo de viajeros que somos… Al poco, el paisaje cambia y comienzan las curvas. Estamos subiendo el puerto de montaña Spreetshoogte Pass que, por suerte, está asfaltado. Nos detenemos en el mirador, un paisaje insólito para mí: la gran escarpa del desierto de Namib a mis pies, con la arena a modo de mar en la distancia y las montañas superpuestas en el horizonte. Un paisaje que me hace conectar con Namibia, sabiendo que este tipo de estampas son las que buscaban mis ojos y, por qué no decirlo, mi alma. No tenemos mucho tiempo, así que subimos al coche y comenzamos el descenso a la llanura. En apenas cinco kilómetros bajamos casi mil metros.
En esa planicie vemos los primeros avestruces y baboons (babuinos), pero tenemos la brújula puesta en Solitaire. Y, entre conversaciones, primeras risas y complicidades que se van generando dentro del grupo, llegamos a nuestro destino. Al bajar del vehículo, un pequeño y divertido suricato —Timón, para los fans de El Rey León— llama mi atención. Luego, me doy cuenta de dónde estoy: una antigua gasolinera, con una decena de coches de los años treinta colocados estratégicamente en una escena, casi apocalíptica, ambientada en el Far West. Coches, tractores o furgonetas que cuentan la historia de quienes se quedaron sin gasolina o tuvieron alguna avería y se vieron obligados a abandonar sus vehículos aquí. Y es que, hubo un tiempo en el que esta gasolinera era el único punto de repostaje entre la carretera de Windhoek y las dunas de Sossusvlei. Un punto de encuentro que bien daría para una novela de suspense o un book fotográfico.
Esta es la última parada hasta llegar a nuestro alojamiento, ubicado cerca de Sesriem, la puerta de entrada al Parque Nacional de Namib-Naukluft por el área de Sossusvlei. Hemos hecho más de trescientos kilómetros pero, con las paradas y este paisaje hipnótico, el trayecto se ha hecho ameno. Eso sí, el cansancio se hace notar y después de cenar nos vamos a dormir. Me voy a la cama nerviosa, sabiendo que estoy cerca de esas imponentes dunas que me han traído hasta aquí, y me asalta la misma duda que en Jordania a punto de ver Petra: ¿Me decepcionará? En menos de cinco horas lo sabré, porque mañana a las 4:45 he de levantarme para adentrarme en el desierto del Namib.
Suena el despertador y de un salto me levanto. Es noche cerrada y el café aguado del hotel no ayuda a terminar de despertarse, pero la ilusión y el nerviosismo lo hace. A la entrada del Parque Nacional de Namib-Naukluft —son 80 NAD (unos 4,8 €) por persona, más 10 NAD (0,6 €) del vehículo— llegamos a las siete, pero nos toca esperar porque sus puertas están cerradas. Las abrirán cuando el primer rayo de sol ilumine la arena del desierto. Al poco llegan otros vehículos, que se suman a una espera que a mí se me hace eterna. ¡Por fin viene el guarda! Mi grito de ilusión despierta al guía, que casi al mismo tiempo que abre los ojos se pone a conducir. De la entrada a la primera de las dunas, llamada Duna 45, hay sesenta kilómetros, un recorrido en el que veo las primeras dunas y algunos animales, como oryx y springbok (gacelas). Ahora sí, estoy en la Reserva Natural del Namib-Naukluft, una pequeña parte del desierto del Namib, que en lengua nama significa enorme. Y lo es, porque tiene una extensión de 81.000 km2.
De esa inmensidad del desierto veo una pequeñísima parte, pero la suficiente para saber que la naturaleza ha moldeado uno de los lugares más hermosos de la tierra. Lo ha hecho creando un color de arena rojizo —por la oxidación de los cristales de cuarzo que forman los granos de arena— que el viento del Atlántico va esculpiendo a su antojo, para elevarlas hacia ese cielo azul y limpio africano. Tanto que algunas de ellas llegan a los 400 metros de altura. Una magia creada por el sol que, a su antojo, logra que la arena cambie del rojo al amarillo y deje un juego de sombras y de luces en cada uno de los surcos y ondulaciones de la duna.
Pese al madrugón no somos los primeros en llegar a la Duna 45, pero da igual, porque no hay mucha gente. Comienzo la ascensión, que la interrumpo cada vez que alzo la vista para intentar fotografiar lo que ven mis ojos. Consciente de que es imposible captar tal belleza, al alcanzar el punto más elevado me siento para admirar esa llanura roja rota por unas dunas que llevan aquí más de 65 millones de años. Con ese pensamiento comienzo el descenso, llenándome las zapatillas de una arena que costará que desaparezca de mis botas, casi tanto como este paisaje de mi memoria.
Estas dunas flanquean uno de los lugares más extraordinarios del planeta: Deadvlei. Un paisaje que al verlo siento que formo parte de un cuadro de Dalí. Lo siento porque, en ese suelo blanco cuarteado y bajo un sol abrasador, decenas de acacias de corteza oscura y fosilizada se alzan con formas caprichosas, como si danzaran al compás de una música que hace años dejó de sonar. Un paisaje surrealista, congelado en un tiempo que no sabemos si fue mejor. Y es que, cuesta imaginar que, en el pasado, aquí hubo un lago en el que crecieron fuertes y hermosas acacias, hoy convertidas en esqueletos ramificados de sombras alargadas, que regalan un paisaje sobrecogedor. Un lugar protegido por las dunas rojas, esas que nacieron de las arenas arrastradas por el río Orange del interior del Kalahari.
Un lugar donde milagrosamente la naturaleza brota, gracias a las intensas nieblas que se crean y que son la única fuente de agua para algunos animales y plantas. Es el caso del escarabajo stenocara gracilipes que, al amanecer, levanta la parte trasera de su cuerpo para que los vientos depositen gotitas de rocío y que estas rueden por su caparazón para poder beber, o la Welswitschia, una extraña planta endémica del desierto del Namib y algunas zonas de Angola.
La vuelta al alojamiento la hago pensativa, reteniendo todo lo que he sentido y he vivido. Sonrío, como una adolescente enamorada de alguien que sabe que le ha robado el corazón. Un día que no puede terminar sin una cerveza Windhoek, que tomamos en lo alto de un montículo del alojamiento, viendo un atardecer mágico y brindando por lo afortunados que somos de poder vivir esta experiencia.
El Parque Nacional Namib-Naukluft engloba todas las maravillas de Namibia, desde dunas que casi tocan el cielo —son las más altas del planeta— hasta acacias que protagonizan uno de los lugares más mágicos del planeta. Así, más allá de Deadvlei y la Duna 45, es recomendable visitar Sossusvlei, la antigua laguna que da nombre a toda la zona —es menos atractiva que Deadvlei—, Big Mamma, Hiddenvlei y Elim Dune, famosa para contemplar el atardecer.
Desde arriba, ves cómo la tierra se abre paso para dejar espacio al río Tsauchab, que seguramente fluye en temporada de lluvias. De hecho, el nombre de Sesriem es afrikáans y significa seis cinturones, ya que los primeros pobladores tuvieron que atar seis correas, que cortaron de las pieles de oryx, para extraer agua. Un cauce ahora seco por el que es posible caminar a treinta metros de profundidad.
Cómo llegar: Compañías como Qatar Airways o Lufthansa vuelan a Windhoek, la capital de Namibia.
Cómo moverse: En coche. Namibia es un destino que hay que recorrerlo en coche y disfrutar de sus paisajes. Es posible alquilar un vehículo o hacer el viaje organizado.
Moneda: Dólar namibio (NAD). 1 NAD equivale a 0,047 euros.
¿Cuál es la mejor época para viajar a Namibia? En el invierno austral, entre los meses de junio y septiembre.
Web de interés: Artisal Travel Photography. Artisal Travel Photography realiza viajes fotográficos en pequeños grupos de la mano de un fotógrafo experimentado.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 105 (julio 2023) de la revista Plaza