Puede que fuera uno de los primeros días de la fase dos, cuando aún nos despertábamos algunos con las legañas del confinamiento. Qué más da, puede que fuera martes, como canta Sabina. Fue de noche, eso seguro, tarde, cuando la ciudad abre los pulmones y la vida solo queda delatada por el azul de los televisores que escupen unas pocas ventanas. De repente, una radio, desde la calle, dio la hora de los insomnes. Al principio la asumí como habitual. Es uno de los operarios de la limpieza, que suele transitar por mi barrio con alguna emisora enganchada a la que no presto atención y que surge de un viejo transistor amarrado al carrito en el que carga a paladas nuestra suciedad. Sin embargo, segundos después, comprendí que durante el encierro no la había escuchado ningún día. Me transmitió, en ese instante, una sensación de progreso, de avance, más elocuente que cualquier noticia que hubiese podido leer en las redes sociales. La desescalada sonaba a murmullo entre sombras, a rumor que escala por las paredes y se cuela por las rendijas cuando todo vuelve a la normalidad. Como cuando todo era normal.
Fue aquel sonido el que me estampó en toda la cara el silencio que acabábamos de dejar atrás. Hace falta una montaña para comprender en qué consiste un valle. Estos días atrás, esta noche, no habrá ruido que camufle el silencio. Habrá llamas en alguna parte, con toda probabilidad. Habrá música y habrá pólvora. El ayuntamiento lanzará la palmera desde el Benacantil. Pero no habrá llamas ni música ni pólvora. Solo el silencio de una ciudad sin fiestas. La suspensión de las Hogueras han dejado a Alicante recuperando el resuello en una habitación de hospital, con todo por celebrar, pero entre estrictas medidas de higiene y silencio. Pasó con las Fallas en València, con los Moros y Cristianos de Alcoy, pasó con los Sanfermines de Pamplona y la Feria de Abril de Sevilla, pasará con las verbenas de pueblo de toda Castilla y León. Es lo lógico y recomendable en un año cuyas agendas solo servirán para avivar las chimeneas de octubre y apuntar la lista de la compra. Lo que no está tan claro es que sea esa montaña que permite entender el valle.
Ni me van a gustar más ahora ni voy a mentir diciendo que las echo de menos. Todo el que me conoce sabe que detesto las Hogueras. Seguiré preguntándome toda la vida por qué un presidente de la federación merece alcanzar un puesto de concejal, tanto como seguiré lamentando que este año mi madre se haya quedado sin mascletaes. Pero sé reconocer que ha quedado un silencio incómodo, un vacío importante, aunque de dimensiones mucho más pequeñas de lo que los organizadores de la fiesta pretenden hacernos creer. Pasarán los días, llegará julio, y hasta yo, que me exilio cada año y me quejo y pido cordura y racionalidad y respeto, yo, que celebro cada año la calma del día de San Guillermo, el 25 de junio, percibiré en las aceras de Alicante la cicatriz de este San Juan enmudecido en el que no ha habido ni fuego ni música ni pólvora. Pero las únicas secuelas de verdad serán las de las familias que han perdido a alguien. O serán económicas y recaerán sobre los negocios de la fiesta. Cabría pensar en ello, cabría entablar un diálogo, cabría redimensionar las Hogueras, antes de que lleguen las de 2021 y la normalidad vuelva a explotar con cada masclet.
@Faroimpostor