Situado al norte de Tanzania, se trata del último refugio de la mayor concentración de vida salvaje que queda en la tierra, un sinfín de llanuras cubiertas de hierba, bosques y colinas salpicadas de animales de todo tipo y tamaño
VALÈNCIA. Todavía no me creo que esté en Arusha y a pocos metros del monte Kilimanjaro. Tampoco que, en cuestión de horas, vaya a subirme a un coche que me llevará a descubrir el norte de Tanzania, donde se sitúa el parque nacional del Serengueti, uno de los lugares más fascinantes del planeta. No lo digo yo, sino los cientos de documentales de sobremesa —que quizá has visto—, algunos de ellos centrados en la Gran Migración. Precisamente, ver este espectáculo de la naturaleza, en el que más de dos millones de ñus y cebras se mueven en busca de pastos, es uno de los objetivos de mi viaje, que, en esta ocasión, lo realizo en un safari fotográfico organizado por la agencia Artisal Travel Photography.
El viaje es largo, con ese masaje africano debido a las carreteras sin asfaltar y una panorámica que va desde las colinas elevadas, en las que predominan las tonalidades verdes y se alzan acacias de frondosas copas, a llanuras infinitas en las que, de repente, aparecen altos torbellinos de arena. Un trayecto en el que antes descubro el parque nacional del Tarangire —en otra ocasión te hablaré de él y del lago Natron—, pero en el que el Serengueti es nuestra especie de Ítaca. Y no solo eso: ver a los ñus y las cebras cruzando el río Mara. ¿Conseguiré ver ese momento? No lo sé, pero estoy más cerca de tener esa respuesta porque, al fin, leo: «Karibu (bienvenidos en swahili) Klein’s Gate. Serengeti National Park».
Mi corazón late, estoy a las puertas de la mayor reserva natural del mundo, de cumplir una nueva aventura y de hacerlo junto a cinco viajeros —y un fotógrafo profesional— que ya son casi familia. Y además, comparten conmigo la pasión por la fotografía —¿se puede pedir más?—.
El silencio es absoluto en ese momento irrepetible que es entrar por primera vez al Serengueti. Mis pulsaciones se aceleran, y sin querer emito un «wow» al ver —y no exagero— más de cuarenta jirafas caminando a sus anchas. Asustadizas como son, unas se ponen a correr en modo slow motion y se detienen junto a una manada de cebras que bloquea el paso del coche. A mi lado, un elefante despistado se enzarza entre unos matorrales y, al tenerlo tan cerca, me percato de que le falta un colmillo; quizá debido a alguna pelea con algún depredador. Pero, ahora, todos están en paz y armonía en un ritmo de vida pausado y marcado por las estaciones y las horas del día. Y es, en este momento, en el que me doy cuenta de que estoy siendo protagonista de mi propio documental.
A diferencia del sur, el norte se caracteriza por su frondosa vegetación, con la hierba alta de tonalidades verdes y amarillentas y el horizonte silueteado por colinas que dan curvatura a esas llanuras infinitas —Serengueti significa llanura sin fin—. Algo que da belleza al paisaje, pero también dificulta avistar los posibles depredadores que pudieran estar, pues ya sabemos que los leones duermen una media de veinte horas al día. ¿La solución? Aprovechar las horas clave —amanecer y atardecer— en las que son más activos.
Tras mis primeras horas aquí me resulta curioso que el león, el guepardo o el rinoceronte sean los mamíferos más deseados de ver, porque, a mi entender, la riqueza del parque la dan todos los seres vivos que en él habitan, como el topi, el dik dik (el antílope más pequeño que existe y que me produce mucha ternura), las gacelas Thomson... y aves como los buitres, el secretario, los flamencos o la avutarda Kori. De hecho, en el primer día de safari fotográfico, solo hemos visto al elefante de los denominados Big Five (el elefante africano, el búfalo, el rinoceronte, el león y el leopardo), pero a mí me da igual, porque el día ha sido increíble.
Al atardecer llegamos al alojamiento, donde una simpática manada de elefantes está en los alrededores. No veo el problema hasta que sentada junto al fuego disfruto de una cerveza Kiliminjaro: el campamento no está vallado. De hecho, por la noche no te dejan moverte sola y debes estar acompañada de una persona del campamento. Me lo explican y pienso que son un poco exagerados, pero, cuando el silencio se apodera del alojamiento, el sonido de la sabana comienza a hacer su magia: el rugido del león se escucha de fondo, junto al de otros animales, y noto las pisadas del elefante, que ha entrado al campamento y disfruta de algún árbol que estaba al lado de mi tienda. Apenas puedo dormir y, cuando lo hago, escucho: «Jambo, Jambo» (hola, hola), que es como nos despiertan. Son las cuatro de la mañana, pero el día promete: vuelo en globo y la posibilidad de ver a los ñus cruzando el río Mara. Exacto… ¡hoy es el día!
Tras la experiencia en globo regresamos a nuestro vehículo, en busca de ese río Mara y del punto concreto en el que los ñus, quizá, crucen el río. Siento que es la naturaleza la que obrará su magia, algo así como sentí en las islas Lofoten (Noruega) en busca de las auroras boreales. Hago esa comparación porque, al igual que en aquel viaje, hemos elegido un punto en el que nuestro guía, Loshi, cree que es más factible que crucen. Y aquí estamos, en el coche expectantes a que los ñus, que van y vienen sin ninguna razón aparente para nosotros, decidan bajar al río. «El agua estará muy fría», bromeo en un momento en el que parece que las esperanzas de algunos del grupo se están perdiendo. Tanto, que llega el debate de irnos, pero los optimistas —y algo soñadores— logramos rascar unos minutos más en esa esperanza de que los astros se alineen y hagan cruzar a los ñus.
«¡Están cruzando!», grito de felicidad y para ser consciente de que es así, que mis ojos no me engañan y que, finalmente, los miles de ñus que estaban a los pies del río descienden la ladera, levantando una gran polvareda y saltando desesperados al agua en acto casi heroico. Una escena dramática en la que algunos se quedan en el camino, seguramente heridos por los cocodrilos que por ahí merodeaban horas antes o al pisotearse unos a otros en el agua. De hecho, se calcula que seis mil ñus mueren al año en esta travesía.
Los que logran cruzar siguen su camino, pero algunos se detienen al otro lado de la ladera, esperando a que sus familiares también se decidan. No lo hacen, así que, solitarios, se unen a la manada. Quién sabe si mañana lograrán cruzar y unirse con el resto de ñus, que siguen su camino en busca de pastos más verdes. Lo único que puedo decir es que ha sido el momento más increíble que he presenciado en mi vida. Y me alegro de haberlo hecho con gente aficionada a la fotografía porque, de lo contrario, creo que no hubiese podido captar con mi cámara ese momento. Pero al día aún le faltan unas cuantas horas y nos puede deparar nuevas sorpresas, como la lluvia torrencial que cambia por completo el paisaje y que, si no fuera por el entorno, me hubiera gustado salir del coche para sentir sobre mi cuerpo. Esa lluvia hace que regresemos al campamento antes de hora, algo que también agradezco, porque estoy muy cansada y solo pido que los elefantes me dejen dormir tranquila. De hecho, después de cenar me voy a dormir.
«Jampo!». Son las cinco de la mañana y, hoy, la idea es divisar depredadores, que aún no los hemos visto. Y el deseo se cumple con creces porque una manada, con machos jóvenes, algunos cachorros y varias leonas, camina por la senda para ir a las rocas que hay en la proximidad. Es el momento idóneo porque, en esa roca a la sombra, estarán todo el día hasta que decidan ir a cazar.
El último día en los confines del parque nacional del Serengueti me trae más sorpresas, como contemplar de cerca a los búfalos, ver comer a unas hienas o ver un árbol repleto de buitres. Y sí, ver muchos más animales y un paisaje increíble, donde el baobab y las acacias tienen gran protagonismo.
Espera, ¿hay algo sobre ese árbol? ¡No me lo puedo creer! Tres leonas duermen sobre las gruesas ramas de un árbol solitario. Se trata de los leones trepadores, que habitan en algunas zonas de Tanzania (y Uganda) y que se suben a los árboles en búsqueda de refugio y comodidad —evitan el calor del suelo y las molestias de los insectos—.
Un día que transcurre entre risas, en otro día de pícnic dentro del vehículo y entre momentos de complicidad que difícilmente se olvidarán. Me da pena cruzar por última vez la puerta del Serengueti, pero estoy feliz porque mi experiencia en Tanzania no finaliza aquí, pues todavía me queda por descubrir la zona de conservación del Ngorongoro, donde quizá pueda ver al rinoceronte y conocer a la etnia de los bosquimanos. Ojalá jamás termine este viaje que está siendo un sueño increíble.
La compañía Miracle Experience realiza vuelos en globo, una experiencia única para ver la sabana desde el aire y cuando el sol comienza a salir por el horizonte, alumbrando a ese río Mara en el que diviso a cocodrilos durmiendo y a algún hipopótamo. La sabana está tranquila y apenas veo a algún búfalo, cebras y jirafas. Y es, precisamente desde aquí, donde entiendo que el nombre de Serengueti no podía ser más acertado —significa llanura infinita—. Sí, porque es imposible alcanzar con la vista el fin de esta tierra —su extensión es de 14.763 km²—. Y en ese amanecer dominando el Serengueti, me acuerdo de ese momento de la película del Rey León en el que Mufasa le dice a su hijo Simba que todo lo que toca la luz es su reino y que «todo aquello que ves coexiste en un delicado equilibrio». Una experiencia en globo que va acompañada de un desayuno y un brindis.
Cómo llegar: KLM vuela directo desde Ámsterdam al aeropuerto de Kilimanjaro (Arusha).
Cuándo viajar: El mejor momento para ir de safari y presenciar algún cruce de ríos en el parque nacional de Serengueti es de junio a finales de octubre.
Moneda: El chelín tanzano. 1 TZS equivale a 0,00037euros. De todas maneras, en muchos locales aceptan euros y dólares.
Web de interés: www.artisal.com. La agencia ofrece todo tipo de viajes fotográficos con un máximo de seis viajeros y siempre liderados por un fotógrafo profesional.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 110 (diciembre 2024) de la revista Plaza
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