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VALS PARA HORMIGAS / OPINIÓN

Ser Bond

26/08/2020 - 

La vida es esa villana de vodevil que permite que la filmografía de Sean Connery acabe con La liga de los hombres extraordinarios. Aunque también tiene otra lectura. Uno se tiene que enfrentar a la vida como Connery. Nada de buscar la muerte en la cima de la gloria. Nada de aceptar el papel de Gandalf que se le ofreció, al parecer, una y otra vez. Y que, en realidad, tampoco le habría proporcionado la gloria, sino el mito de participar en una trilogía que solo defienden los acérrimos. En ocasiones, la vida no merece otra cosa que adivinar el momento justo de desaparecer. Engañar al Diablo durante veinte años, o los que sean, con esa sonrisa de medio lado y ese acento nada escocés de Connery que vuelven loca a mi mujer. Y dejar que Bond haga el resto. A pequeña escala, en ese desplante es donde se apoyan unas buenas vacaciones.

No todos hemos sido Bond, evidentemente. Ni todos hemos compuesto Like a rolling stone, ni hemos escrito Pedro Páramo. Ni siquiera Connery ha escrito Pedro Páramo. Tampoco recuerda con especial emoción su participación en una saga que estuvo a punto de engullirle como la ballena de Jonás. Pero sin él, nadie habría soñado en algún momento de su vida con conducir un Aston Martin, beber un martini mezclado, no agitado, en algún casino centroeuropeo o encontrarse con Ursula Andress en una playa caribeña. De hecho, el poder de Bond, transmitido por el actor que mejor supo encarnar su espíritu, radica en que aquel Renault 9 que conduje por las carreteras de la provincia, aquel refresco que disfruté una tarde en la paz de Cáceres y aquella vez que mi mujer salió a pasear a su perro vestida de blanco fueron puro Bond. El sueño inverosímil de parecer eternos. De vencer a cualquier villano que quiere dominar el planeta. De sobrevivir al estallido de una tercera guerra mundial que se combate en laboratorios.

Ayer, Sean Connery cumplió noventa años. En silencio y a resguardo. Mi mujer sigue enamorada de él como una adolescente con carpeta. Yo me regalé un pase de El hombre que pudo reinar porque no solo de Bond vive el hombre. Y los informativos se dedicaron a recordar que el mejor 007 posible culminó su carrera hace diecisiete años con una película infame. La vida es tan así, tan malvada de serie Z, tan postiza y de cartón piedra, que a veces no queda otra salida que desaparecer por un resquicio. Olvidar hasta nuestra fama y nuestros buenos momentos, si es que los tuvimos. Y dejar que sean otros los que cuenten nuestra historia, que es lo que está sucediendo últimamente, mientras nos dedicamos a engañar al diablo aunque apenas sea durante veinte minutos. “Que mis ejércitos sean las rocas y los árboles y los pájaros del cielo”, como recita Connery en su papel de padre del héroe en Indiana Jones y la última cruzada. Calas, palmeras y gaviotas. Las únicas herramientas que se necesitan para pasar unas vacaciones mientras la vida, esa envidiosa de tres al cuarto, sigue empeñada en destrozar su reputación. Las únicas herramientas que se necesitan para que no nos importe, siquiera, no haber sido nunca Bond.

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