A principios del mes de marzo recibí un encargo de una de mis naves nodriza. Un reportaje sobre ruedas, con toques de tecnología, en un paraje de infraestructuras obsoletas y peligrosas. Me sentí casi como el guionista del primer Mad Max. Tenía fecha límite de entrega, el domingo 15 de marzo. Sí, ese domingo. El texto llegó en tiempo y forma, pero el estado de alarma que comenzó el lunes siguiente lo dejó en el cajón en el que se acumulan los versos perdidos ahora que ya no existen los cajones en las redacciones de periódico. Esta semana, cuatro meses casi exactos después, me han avisado de que podría publicarse. Y yo, que todos los martes soy un poco simbolista, me lo he tomado como una señal. Vuelve a tener sentido, me han dicho. Vuelve a ser un relato que pone en entredicho lo anómala que es a veces la normalidad. Vieja o nueva.
Andamos entre respingos con los rebrotes y aún no nos atrevemos a acercarnos demasiado a las fachadas de la acera en sombra como hacíamos cuando los veranos nos servían para transmutar en salamandras. Discutimos por las mascarillas, nos besamos a codazos y aún se adivina lejano el día en que pueda abrazar a mis padres como merecen o merezco o merecemos. Pero ya están los visitantes aquí y hemos asistido incluso a una doble jornada electoral autonómica, que es aquello en lo que se habían convertido los fines de semana en España. La vieja normalidad. Con los comicios pasa un poco como con los juicios que les contaba el otro día. Todo el mundo presume lo que va a ocurrir, pero nadie quiere perdérselo. Por si el batacazo de Podemos. Por si el auge del nacionalismo. Por si a Feijoo se le ocurre atribuir su victoria a las siglas que esconde. O porque a todos nos encanta torcer la sonrisa, elevar con sorna una ceja y certificar que lo de Iturgaiz estaba cantado. De los votos cosechados por Bildu y de la reacción que ha generado en todo el resto del espectro político ya he opinado muchas veces. Y no sé si tengo el cuerpo para polémicas bizantinas, hace demasiado calor.
El próximo fin de semana, la tómbola de los organigramas políticos se traslada a Alicante. El congreso provincial del PP se va a celebrar en casa de Carlos Mazón, el ADDA, donde va a salir elegido nuevo líder. La cosa está hecha, es el único candidato y, además, da el perfil que, presumiblemente, busca su partido para el puesto de timonel. Sin duda, habrá tomado apuntes de lo sucedido en Galicia y el País Vasco con su partido. La receta es clara. Para arrasar, talante, carisma y centrismo, justo lo contrario de lo que ostentan Pablo Casado y Cayetana Álvarez de Toledo. Todo, a la gallega, que es como ser peronista en Argentina, donde el vaivén ideológico lo marca la veleta social. También debe olvidar los debates antiguos en un momento en que las circunstancias vienen marcadas por una crisis recién sacada del plástico que envolvía la caja de Pandora. Y por último, dibujar con paciencia el itinerario hacia la presidencia autonómica, porque no tiene rival y porque el PPCV está empequeñecido y es más fácil de asediar. El Asurancetúrix de la aldea gala del PP alicantino parece que quiere escalar al trono del jefe Abraracúrcix. Otra cosa será vencer a los romanos del Botànic. De momento, la poción mágica está en la marmita de Ximo Puig. Lo cual, en los no tan lejanos tiempos de faraones e iluminados populares, sí se consideraba fuera de lo normal.