Dejo de leer noticias sobre el macrobrote de Mallorca cuando veo que la policía ha tenido que intervenir en el hotel en el que cientos de estudiantes están confinados y en cuarentena ante los altercados que están protagonizando. De eso a repasar la bibliografía completa de Schopenhauer, las obras para violonchelo de Schubert y la filmografía de Paul Schrader como guionista o director no hay ni un sedal de distancia, y no están los tiempos para volver a los apellidos que comienzan por sch y sus oscuros nubarrones. Y menos, cuando acabo de soltar la espita de mi mente a presión en unas vacaciones manchegas con vistas a un lecho de cangrejos de río. La situación es grave, el rebrote asusta, hay un muchacho de Elche batallando en la UCI contra el virus y me arrepiento enseguida de frivolizar con el asunto. Pero ojeo comentarios a las noticias y creo que aliviar la tensión es el único cordón sanitario posible contra los bárbaros. Toca ponerse serio y desenfadado a la vez. Tarea de Schrödinger.
Lo sencillo es culpar a los jóvenes. La curva de contagios reverdece, los tramos más afectados son los de quienes apenas han rebasado la mayoría de edad y son ellos quienes asistieron a eventos temerarios sin protocolos preventivos en sus viajes de fin de curso a Mallorca. Que es como decir que todos los hipermétropes, las pelirrojas con pecas, los gaditanos y las licenciadas en Física han dejado de usar la mascarilla en exteriores. Es sorprendente lo mucho que nos olvidamos de nuestra adolescencia. Como si ninguno de nosotros hubiera, siquiera, cruzado una calle sin mirar a los 17 años. Por supuesto que se saltan las reglas, está en su momento de evolución cerebral. Pero también los hay sensatos, miedosos, belicosos, intrépidos, estudiosos, mentirosos, guitarristas y pescadores de barbo con mosca, como en la categoría de adultos. A ellos les correspondía tantear los límites, dejar a los padres aparcados en casa y vivir con la alegría de una palmera pirotécnica de color amarillo. Pero también entender que la situación actual no es normal y traer bien aprendida la lección del sentido común. Unos cuantos ejercerían de líderes. Otros muchos los seguirían. Y nadie les frenó a la hora de beber como cosacos en un concierto de rap sin más separación que la del sudor. Pero nadie pudo frenar tampoco a un hombre que se vacunó al mismo tiempo que yo, es decir, en torno a la cincuentena, y que hablaba sin mascarilla por el móvil en un centro público repleto de personal sanitario. Y de cientos de personas con mascarilla.
El problema está en que no saben comportarse como masa y se sienten invencibles. El problema está en que no hemos sabido prepararlos para la frustración y tampoco sabemos comportarnos como masa. Y en que tanto ellos como nosotros creemos que la libertad es un derecho individual y no un consenso colectivo. Tan irresponsable es para los jóvenes pensar que su edad es una barrera infranqueable contra el virus como para sus padres defender que sus hijos iban a Mallorca a visitar ses Coves del Drach, a merendar en una hamburguesería y a ver una película en la tablet antes de acostarse. Tan irresponsable como que los medios no hayamos sabido explicar la situación convenientemente, como que las instituciones no hayan tomado las medidas preventivas adecuadas ante este aluvión de viajes de fin de curso, como que algunos partidos políticos no hayan hecho otra cosa más que quejarse de una cosa y la contraria y como que todos confiemos en la sensatez de los demás mientras apelamos a nuestro libre albedrío. Acabar con esto es tarea de todos. El virus “está ahí fuera. No se puede razonar con él. Es un exterminador. No siente lástima ni remordimiento ni miedo y no se detendrá ante nada, jamás”. Vaya, también se me ha colado Schwarzenegger.