Se han abierto las puertas del Muro de la serie Juego de Tronos y por Valencia vuelven a desfilar caminantes blancos. Algunos, por el frío, no cabe duda, embozados como vamos los mediterráneos en cuanto las temperaturas bajan por debajo de diez grados y las noches compiten con el termómetro de la nevera. Pero me refiero a los vestigios de una época de leyenda, en la que hasta los granos de arena se presentaban en magnitudes faraónicas. Como citados por un augurio fatal, vuelven Rus y Camps a los juzgados, para recordarnos que cuando nos despertamos, el dinosaurio de la corrupción aún sigue aquí. Uno, por la presunta contratación de empleados zombies, animales mitológicos, mitad cuerpo de funcionario y la otra mitad, también, aunque de un funcionario distinto, que cobran por no ir a trabajar. El otro, por los coletazos de la trama Gürtel, de la que el escapista que heredó el PP de Zaplana ha ido saliendo impoluto cada vez que se ha metido en un tribunal. Uno no añora aquellos tiempos en que Valencia quiso convertirse en la Córdoba de los omeyas, aunque sobresalta la cantidad de recuerdos que surgen de un tiempo en que nos comíamos la épica de los grandes proyectos sin pensar, como la aceituna del martini o las uvas de Nochevieja.
No estuve especializado en este asunto, porque retransmitía desde las periféricas secciones de Sociedad y Cultura en aquella época. Casi les diría que afortunadamente. Eso no significa que no me cayera una monumental bronca de uno de los jefes más infaustos que he tenido por dudar de la visita del Papa en un artículo tangencial en el que me reía de los organizadores por pretender contratar a U2. Pero, al igual que los que sí merodeaban el territorio carroñero y agreste de la Política, podría recitar la alineación de los galácticos de aquel PP que se paseaba por la calle con la pechera abierta, como si un gran dolor les mordiera como un lobo el corazón. Y salvo en el caso de Camps, que gastaba vestidura de arpillera y hablaba con las zarzas en llamas, del resto, lo que más destacaba era su fe en el dinero y en la impunidad. Dominaban la calle, ganaban votos en cuanto abrían la boca, acumulaban bolsas de basura en el garaje y nunca se mataron como los kamikazes japoneses porque no firmaban un solo papel ni tenían un avión a su alcance. Ni siquiera en el aeropuerto de Castellón.
La mayoría de los primeros espadas de la presunta corrupción política a la que tanto se asoció el nombre de la Comunidad Valenciana salió ilesa de sus enfrentamientos con la justicia. Algún leve rasguño, no más. Fueron los votantes los que se bajaron del tren de los sospechosos habituales, hartos de circuitos, de aeropuertos, de vertederos , de planes generales, de complejos cinematográficos, hasta de décimos premiados de lotería, en los que los gestores del dinero público eran a la vez dueños del casino, crupieres, jugadores, ganadores y hasta los gorilas del personal de seguridad. Siempre sin figurar en los créditos de la película, por supuesto. Vuelven Rus y Camps a los juzgados y uno recuerda que, entonces, algunos sí que reímos, porque ya se iban.
@Faroimpostor