A la señora de las rastas se la puede ver por la mañana temprano, cual lucero del alba. Siempre llega sola, con su firmamento a cuestas, y una no puede dejar de mirarla intentando adivinar qué se esconde detrás de esa apariencia frágil y elegante que sugiere un deshaucio vital inmimente. Camina demasiado erguida para las horas que son. Despacio, para evitar que cualquier soplo de viento pueda deshojarla antes de llegar a su destino. No sé si está borracha o simplemente hastiada. Si la miras de espaldas podría ser una adolescente en retirada después de una noche loca de besos y regetón. Con minifalda, tacones o botas altas por encima de las rodillas y una chupa de cuero raída. A pesar de su extrema delgadez, conserva unas piernas bonitas aunque le vengan anchas las medias llenas de agujeros. Lo mismo podría haber salido de cualquier esquina donde se vende sexo a precio de ocasión o de una franquicia de moda donde te cobran un pastizal por una ropa hecha andrajos. Lleva el pelo largo, con rastas despeinadas y de ese color indefinido que reclama a gritos una sesión de peluquería urgente. Quizá en otro tiempo haya sido rubia. Hay mañanas frescas en las que se cubre la cabeza con una boina gris y las rastas se le descuelgan en penachos sobre los hombros, como una yegua famélica y herida. Se sienta en una mesa sola y pide un café con leche. Otras, una cerveza. Apenas habla. Lo justo para pedir la comanda. Sin embargo, a pesar del bullicio del bar, me ha parecido escuchar el timbre claro de su voz, su tono pausado, su correcta pronunciación en un castellano sin estridencias, como de alguien que lee de corrido y escribe sin faltas de ortografía. Tiene ademanes de mujer educada. A veces lee el periódico. Cuando ella no me ve suelo mirarla a hurtadillas. No quiero violentar su intimidad aunque me muero de ganas de saber quién es, cómo se llama, de dónde viene. Su cara es un enigma. Si de espaldas parece una adolescente transnochada, de frente es arbórea. Se podría calcular su edad contando las arrugas paralelas que recorren sus mejillas adentrándonse en el cuello, descendiendo por su escote. A mi me recuerda la abuela árbol del cuento de Pocahontas. Su piel es extremadamente morena en cualquier estación del año. Parece una vieja sirena que hubiera recalado en multitud de playas antes de llegar a la Albufereta. La señora de las rastas no trata de disimular los surcos profundos que le ha dejado la vida en el rostro pero se le adivina la coquetería en los restos de carmín que aparecen en sus labios ajados. Sonríe poco, quizá porque cuando lo hace deja entrever las mellas de una dentadura castigada o porque no tenga motivos para sonreir.
En cualquier lugar existen esos personajes secundarios, excluídos de los carteles luminosos de la vida, desterrados en las esquinas, que fijan su residencia en los zaguanes de los cajeros automáticos. Los vemos cada día como si fueran el atrezzo de las ciudades donde habitamos, sin reparar en ellos a no ser que unos desalmados les peguen fuego mientras duermen y descubramos quiénes fueron. Y las tertulias televisivas rastreen sus vidas haciendo añicos el anonimato en el que algunos se refugiaron huyendo de sí mismos. Hace muchos años, un reportaje de TVE indagó sobre la vida de una indigente que murió en una estación de metro de Madrid y fue enterrada de forma anónima hasta que “El caso 112” le puso nombre y apellido. La protagonista de aquella historia se llamaba Rosa Pérez Lema. Algún día me gustaría tener el privilegio de llamar a la señora de las rastas por su nombre. Y contárselo. Si ella quiere.