El locutor y columnista Ramón Palomar se adentra, de nuevo, en la literatura con un thriller cañí, en el que aparecen algunos recuerdos de su infancia y juventud
VALÈNCIA. Hay monstruos que se ganan la simpatía del lector o del espectador. Seres ajenos a la moral convencional que están en las películas, las series de televisión y los libros. Uno de ellos, Ventura Borrás, es el protagonista de la última novela de Ramón Palomar, el también hoy conductor del programa Abierto a mediodía (99.9 Plaza Radio). Un legionario, que resulta cualquier cosa menos un héroe, es el sujeto que tira de la historia contada en El novio de la muerte. «Siempre me han gustado mucho este tipo de personajes, los advenedizos, su manera de actuar, los motivos por los cuales son así», cuenta Palomar en su casa, situada en un amplio ático de la zona de l’Eixample valenciano, la zona en la que ha vivido desde niño. Las paredes están llenas de libros, hay fetiches y recuerdos en todos los rincones, láminas de amigos como Paco Roca y creaciones de H. R. Giger. «Está el ejemplo de Toni Soprano —prosigue—, un monstruo al que acabas comprendiendo. Es un auténtico cabrón, pero le coges cariño. En la literatura clásica abundan ese tipo de seres. Están en la obra de Quevedo, Lope, Cervantes, incluso el mismísimo Homero. ¿Y por qué motivo nos gustan estos personajes? Creo que se debe a nuestra atracción natural hacia las zonas oscuras. Nos atrae su ausencia de escrúpulos y, a la vez, el código moral que ellos mismos crean».
Desde sus inicios como columnista, a principios de los noventa, Palomar ha sido fiel a una línea y a un estilo. Nunca se casó con tendencias en alza ni se interesó por parecer moderno, en unos días en los que la pátina de modernidad era codiciada por la gente de su generación. Su imagen de rockero —pantalones negros, patillas, cazadora vaquera o de cuero— acompañaba la firma de un autor que siempre fue y sigue siendo políticamente incorrecto. Sus novelas, una trilogía que comenzó con Sesenta kilos en 2013 —traducida al francés—, que continuó con La gallera (2019) y que ahora se cierra con El novio de la muerte, también reflejan ese espíritu. «El panorama está muy dócil, muy soso, muy aburrido. Me gusta fijarme en temas en los que los demás no se fijan. Una de las obligaciones del novelista es encontrar temas originales e intentar huir de lo trillado. Usar la legión es una manera de tocar las narices. Eso sí, no estoy glorificando nada ni quiero exaltar nada. Esto es pura ficción, un invento que solamente busca que la gente lo pase bien».
El novio de la muerte se sostiene sobre algunos elementos que explican a su autor. Por ejemplo, los nexos de su protagonista con algunos de los personajes de Ferdinand Céline, el escritor favorito de Palomar. «Muerte a crédito fue el libro que más me impactó en mi adolescencia. Después vino Viaje al fin de la noche y ya no hubo retorno posible. Me enganchó ese punto ácido, amargo, esa imposibilidad para entender a sus semejantes, la capacidad para describir hasta qué punto puede ser mezquino el ser humano. Céline cambió mi manera de ver las cosas, con ese humor tan negro y esa mirada tan trágica. Leerlo fue toda una conmoción». Uno de los escenarios de su última novela también tiene ecos de una infancia que es casi una novela en sí misma. Su familia se trasladó a Tánger en 1970, cuando él tenía cuatro años. Una vivencia que lo transformó o, mejor dicho, ayudó a darle forma al adulto que terminaría siendo. El Tánger misterioso y exótico que atrajo a millonarias como Barbara Hutton, a músicos como los Rolling Stones y a escritores como Joe Orton o William Burroughs era una ciudad multicultural donde las mezquitas convivían con sinagogas e iglesias, un lugar poblado por expatriados. «Fue la parte que más disfruté escribiendo. Imagino que es algo que tenía en el subconsciente. Recuerdo algunas veces en las que mi padre vino a recogerme del colegio y dábamos paseos por la ciudad. No se me olvida la imagen de la oficina de correos con colas de hippies americanos esperando para recoger el dinero que les enviaba papá. Mi padre entonces decía: “El día de mañana, todos estos serán directivos de empresas petrolíferas”».
A ese Tánger, que era como Casablanca, que ya estaba en las novelas anteriores de Palomar, llegó su familia cuando su padre, catedrático de francés, consiguió una plaza para enseñar allí. «Por aquella época te pagaban el doble por un trabajo así, y a mis padres ese dinero les venía muy bien. Además, mi padre conocía el perfume literario que emanaba de Tánger». La familia vivió allí seis años, durante los cuales, Ramón Palomar Dalmau impartió clases en el Instituto Politécnico Español Severo Ochoa. Allí vivieron la Marcha Verde y la muerte de Franco. La madre, Pepa Chalver Redal, siempre dijo que aquellos años fueron las mejores vacaciones de su vida. Para los niños, Ramón y Gema, aquel era un lugar fascinante. «Era una especie de isla en medio del mundo, un lugar visitado constantemente por intelectuales, lleno de cultura». Palomar recuerda que cuando llegaron para instalarse, el Valencia CF acababa de ganar la liga. «La gente de allí estaba al tanto de la actualidad futbolística, la seguían por la televisión. Al llegar y ver la matrícula de nuestro coche, los niños se subían al capó y gritaban, “¡Valencia campeón, Valencia campeón”».
Tánger fue, en cierta manera, producto de una francofilia que a Palomar le viene también de cuna y que, hoy en día, sigue cultivando. Él y su hermana nacieron en Nancy (Francia), cuando su padre daba clases allí. Fue él quien promovió la pasión por la lectura al resto de su familia. «Mi madre se aficionó a Baroja y se leyó toda su obra. Fue su autor favorito hasta el último momento. Mi padre sentía debilidad por Stendhal y Pla. Venía de una familia muy pobre y eso le llevó a desarrollar un gran interés por la cultura. Hizo de la lectura un apostolado». Cuenta Ramón que, a los siete años, cada noche ya se llevaba un libro a la cama. «Me nutría muy bien. Primero me descubrió a Verne, a Karl May, a Salgari, y también los tebeos del Jabato, Astérix y Lucky Luke. Luego me introdujo en los mundos de Poe y Lovecraft. A los catorce años empecé con Sastre, Camus...». Antes que Tánger, Francia fue un oasis para los Palomar Chalver. «Mi padre era un apasionado de la cultura francesa de mediados del siglo xx. Le gustaba el noir, la nouvelle vague, el jazz. Allí no existía la censura, era lo opuesto a España. Cuando llegaba la Navidad, en casa no sonaban villancicos. Mi padre ponía discos de góspel, a Mahalia Jackson. Soy muy afortunado de haber tenido unos padres como los míos».
Cuando los Palomar se instalaron definitivamente en València, en 1976, Ramón sintió que había llegado a un lugar extraño. Aquella ciudad que aún tenía que sacudirse de encima los estragos del franquismo le produjo un choque, pero no tardó en superarlo porque, como él mismo dice, se adapta rápidamente a cualquier medio. Cuando llegó la hora de elegir carrera, se matriculó en Filología. «Primero estudié Derecho. Había que estudiar de verdad y yo era bastante vago; me di cuenta de que esa carrera no era para mí. Me pareció una pérdida de tiempo. Como ya sabía hablar francés perfectamente, por pura vagancia, me cambié a Filología. Algo tenía que hacer; fue como una huida hacia adelante, a ver qué pasaba». Lo que pasó es que su etapa universitaria coincidió con los primeros años ochenta. Los años en los que el país entero empezaba a reaccionar al fin de la dictadura. Con la llegada de la democracia, toda una generación descubre la libertad, el acceso a una cultura sin restricciones morales ni políticas. Para entonces, Palomar ya había adoptado la imagen que le conferiría una identidad estética y que haría de él un elemento aparte, en el buen y en el mal sentido, dentro del ámbito cultural local.
«Yo quería ser diferente. Nunca me ha importado lo que la gente dijera de mí, pero lo que tenía claro es que no quería formar parte de la manada», explica. Ese sentido de la distinción lo hizo inmediatamente reconocible cuando pasó a formar parte de aquella noche alternativa valenciana, que había comenzado a gestarse en aquellos momentos de alegría y espejismos. Compaginándolo con sus estudios, Ramón se metió a trabajar de camarero en Brillante. El bar estaba justo en la frontera que separa l’Eixample de Russafa, a menos de una calle de distancia del domicilio familiar. Y allí empezó a dejarse ver, noche tras noche. En un escenario en el cual abundaban los pelos cardados y teñidos, las hombreras y las camisas multicolores, él ostentaba su imagen clásica de rockero. «Ser distinto me parecía algo terriblemente atractivo. Quería provocar curiosidad, y como no era precisamente Brad Pitt, tenía que ingeniármela para provocar curiosidad entre las chicas. El truco funcionó de inmediato. Recuerdo que una chica que me gustaba pero que me ignoraba le contó a un compañero de la facultad: “Menudas patillas se gasta ahora Ramón!”. Sí, funcionó, funcionó».
Aquella experiencia dio pie a otra. Una clienta de Brillante se fijó en él y le recomendó que se presentara a un casting. Allí se elegiría al presentador de un programa que la recién nacida televisión Canal 9 estaba preparando para atraer al público juvenil. «Fue la periodista Mercedes Pin. Ella me apuntó a la prueba de selección. Había muchos candidatos, pero me eligieron a mí, yo creo que por algún tipo de milagro». Así fue cómo se convirtió, junto la periodista Mar Adrián, en presentador del programa Graffiti, que entre 1990 y 1993 acaparó la atención de adolescentes y jóvenes. Palomar conoció la popularidad. Dejó el trabajo de camarero y se olvidó de la Filología. Meses después debutó como columnista en una cartelera, La Guía de Valencia. Después llegó el salto a Las Provincias. Allí comenzó una trayectoria que ha seguido cultivando a lo largo de los últimos treinta años. «Al ser un presentador de televisión, el mundo de la cultura me miraba con condescendencia, eras visto como un bufón. Entonces tenía que demostrar que no era un imbécil. La televisión quería explotar mi lado macarra y con las columnas demostré que podía ir mucho más allá». Hoy, Palomar mantiene su columna diaria en Las Provincias y la compagina con otra para Abc. «La periodicidad da un oficio increíble. Te hace llevar conectada una antena todo el tiempo. Es como pedalear. Si las novelas son la Vuelta Ciclista, las columnas son el sprint diario».
Hace veinte años le dio continuidad a una experiencia que se inició en sus días como presentador: la radio. Abierto a mediodía (99.9 Plaza Radio) le ha mantenido en contacto con el público y, la cercanía que promueve el micrófono le hace estar presente en la vida valenciana a través de las ondas. «La radio es muy parecida al columnismo. El producto final pasa directamente al oyente sin filtros. La televisión precisa de guiones, maquillaje, iluminación, realización; es una gran orquesta en la que solamente ciertos aspectos dependen de ti». En cuanto a las novelas, Ramón dice que le han dado la oportunidad de ampliar su espectro creativo. «La primera la escribí porque mis amigos insistían. Quería probarme y dije, ''voy a ver si soy capaz''. Escribir no es fácil, pero que te publiquen, tampoco. Y esa era mi meta. Escribir y ser publicado, porque la publicación te legitima como escritor». Ahora que El novio de la muerte concluye su trilogía negra, Palomar se plantea cómo será el siguiente libro. «A mí el género que me gusta es el de los diarios, dietarios, memorias, el journal intime. No tiene una gran aceptación comercial, pero me gustaría moverme en esa dirección. Pla decía que existen dos tipos de literatura, la de observación y la de imaginación. En el primero se habla sin cortapisas, expones tus conclusiones cada vez que miras alrededor. Se parece mucho a lo que hago ya en mis columnas y desde la radio». Ramón Palomar, el observador incisivo, el hablador cultivado, el misántropo que impuso su propio estilo y triunfó en el intento.
Palomar trabajó como camarero en Brillante durante cinco años, que coincidieron con la eclosión de la intensidad cultural y festiva de la década. Por aquel entonces estaba La Marxa en el Carmen, luego llegaría Barracabar al otro extremo de l’Eixample, y Continental abriría sus puertas a orillas del viejo cauce, casi donde comienza Mislata. Aquellas fueron noches en las que todas las disciplinas artísticas se vieron renovadas gracias, en parte, a aquel momento lúdico que imponía la noche valenciana. Quienes entonces aún ni se acercaban a los treinta, hoy ya están próximos a los sesenta. La nostalgia ha pasado a formar parte de la vida, y Palomar tiene muy clara la razón. «Tenemos una inevitable tendencia a mitificar todo eso porque éramos muy jóvenes. Porque cuando eres joven todo en la vida es un descubrimiento constante y te lo pasas muy bien. No es que aquella época fuese ni mejor ni peor, es que éramos muy jóvenes. Vivíamos en esa etapa en la que aún no han llegado las responsabilidades y te sientes muy libre. No soy partidario de mitificar. Cada época tiene sus cosas que molan», comenta. En una época en la que todo el mundo quería parecerse a sí mismo, Palomar destacaba por su actitud. En medio de la oleada de música electrónica que comenzaba a imponerse, él seguía fiel a las raíces del rock & roll y el jazz. Siguió leyendo a los clásicos y compaginando el cine de nuevos autores como David Lynch o Jim Jarmusch con los clásicos en blanco y negro. Pero, sobre todo, descubrió que la noche era como otra universidad. «En bares como Brillante se reunía gente que tenía ganas de emprender otros caminos. Trabajando tras la barra de un bar aprendí lo que es la comedia humana. Conoces al farsante, al loco, al honesto, al gamberro... Además de que tuve estupendos compañeros y compañeras de trabajo que, en varios casos, se convirtieron en grandes amistades; para mí fue una experiencia fundamental en mi formación».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 110 (diciembre 2023) de la revista Plaza