A David G., que me ayudó sin conocerme
Sucede en ocasiones que uno aprovecha estas tribunas que a veces le conceden para escribir como quien pide una radiografía de tórax. Son esos momentos en que uno se siente como en el Speaker’s Corner de Hyde Park, subido a una caja de frutas, con un discurso impreso aleteando de nervios en las manos y sin embargo, unas ganas terribles de mirar al vacío o de contar las hojas que caen de los árboles. Sucede porque en Alicante no hay otoño, porque no siempre encuentras lectores dispuestos a fotografiarte como un turista japonés y porque, en el fondo, los periodistas también somos animalitos de un dios juguetón que quiso probar su sentido del humor e inventó nuestra profesión. Las más de las veces cumplimos con nuestra obligación y damos claves, telegrafiamos análisis y subrayamos con bolígrafo rojo las múltiples faltas de ortografía de quienes nos gobiernan con renglones torcidos y sin propósito de enmienda.
Pero otras veces, recordamos de repente y nos salen columnas que son como las anotaciones de esa libreta que algunos dejan sobre la mesita de noche con el iluso propósito de anotar lo que carece de entrada en el diccionario. Son esos momentos en que se nos desnuda nuestra profesión, tan pisada en la orilla, tan bocanada de humo, tan amor de instituto, tan roca de Sísifo, tan huérfana de padres y que solo se sustenta de mamá vocación y su cartilla de racionamiento. Sucede porque alguien descarrila la vida de sus hijos al no encontrarle sentido a un oficio sin salida como el periodismo. Porque no siempre una respuesta amortigua el eco de nuestras preguntas. Porque no siempre estamos seguros de dominar nuestra labor. O, simplemente, porque cierra un medio o muere un compañero y uno se palpa las costillas antes de encimarse sobre el teclado donde siempre hay migas de bollería industrial, ceniza de tabaco o manchas de tinta que se empeñan en resucitar un día tras otro día tras otro día como las del fantasma de Canterville. Y teclear.
Hoy es una de esas ocasiones. Uno escucha el ajetreo de los juzgados, las sirenas de las ambulancias, el rumor de los pasillos y los gritos de la calle y solo encuentra un silencio extraño, roto por los crujidos del estómago a la hora de comer, ese zumbido de oídos que suena en las películas después de que el protagonista sobreviva a una explosión y el chasquido ocasional del mechero. O una llamada de teléfono que de repente comprende que no va a atender. Sucede que por un instante la redacción, la emisora, el plató, la oficina o el salón de casa se transforman en una pequeña porción de la vida real en la que ocurren cosas, cobran esencia propia de lo que tenemos que contar, como si fueran un despacho presidencial, la primera fila de un ring, un quirófano de guardia o el suelo que pisan los sindicalistas con megáfono y una idea por defender.
Sucede entonces que los comunicados de prensa, las confidencias por móvil y los informes de la oposición te vuelven a resultar ajenos. Entiendes que solo cuando de nuevo sabes cómo mezclar tu vida con la de los demás, como en la coctelera de un dry martini, cuando sudas, lloras, sufres, ríes, te enfadas, dudas y tienes agujetas como cualquiera, tienes la crónica en tu cabeza. En ese momento ya solo queda garabatear, porque no hay nada tan sencillo como contar a los amigos la película que acabas de ver.
@Faroimpostor