Estaba hablando con mi pareja sobre lo escandalosamente deteriorada que se encuentra la clase política, cuando, esta, con un arrebato de realidad destacó el desempeño del arte de lo posible como una vía fácil para hacerse rico. Horas más tarde, en los aledaños de San Nicolás, me topaba con una persona sin hogar y tras haber entablado una conversación con él sobre la funesta situación en España, calcó las palabras de mi novia como si hubiera tenido un déja vu.
Ya dije en una ocasión en esta casa que los políticos dan la impresión de pasarse horas en el coche oficial pisando únicamente la acera en el tránsito de sus reuniones burocráticas al vehículo de cristales tintados. Debe de ser cosa de los que mandan. Son pocos los gobernantes que tras haber saboreado las mieles del poder no ven alterado su figura sin que se trasforme su actitud ante la realidad. Recuerdo en una ocasión cuando a Iñaki López, presentador de La Sexta Noche, le preguntaron en El Hormiguero sobre si había notado en Albert Rivera y Pablo Iglesias un cambio en sus maneras tras entrar en la política nacional, y el periodista vasco asintió con la cabeza. Testa que parecen perder la mayoría cuando alcanzan la cúspide de la política. Abstracción del mundo, que les aísla obcecando sus sentidos como consecuencia de un endiosamiento exonerado de toda trampa, engaño o juego sucio. Ramalazos independientes de toda edad, profesión o ambiente, cualquier osado de enrolarse en un círculo de poder corre el riesgo de corromperse.
Lo estamos viendo en algunas elecciones a rectorados universitarios, donde no cesan los cruces de acusaciones entre diversos candidatos y ciertos organismos con gran peso electoral, parecen no haber entendido su papel neutral en esta lucha posicionándose junto a aspirantes concretos. Esa falta de imparcialidad institucional también es corrupción, y si no, que se lo pregunten a Quim Torra, que ha sido inhabilitado por no mantenerse de perfil durante las pasadas elecciones negándose a retirar una pancarta en favor de los políticos presos. Por esas luchas sin cuartel están hastiados de la clase política los ciudadanos, una casta que no solo se encuentra en los parlamentos, sino en las universidades, en las Iglesias… Todas las relaciones humanas son política, y son precisamente estas comunicaciones dominadas por las pasiones las que en ocasiones deterioran la imagen de determinados colectivos cayendo en la generalización. Me vienen ahora a la mente las palabras de D. Eduardo, célebre sacerdote de la concatedral de San Nicolás fallecido recientemente, que en una de sus homilías destacó rotundamente: “La Iglesia es una cosa, los curas son otra”. Algo que venía a manifestar la imperfección de la religión como consecuencia de la corrupción innata del ser humano. Oscuridad latente en un sinfín de camarillas, no solo en la política. Ernest Lluch, exministro socialista asesinado por ETA y profesor universitario, al ser preguntado en una entrevista sobre si guardaba mejor recuerdo de su etapa universitaria o en su idilio político, el exdirigente destacó su grata memoria política por encima de la de las aulas debido a la existencia de presiones más abundantes en los departamentos académicos.
Ambiciones enemigas de la razón y esclavas del corazón que son el cáncer de la humanidad y de las empresas. Cada día tengo más claro que una sociedad sin egos exacerbados, sin tejemanejes íntimos, sería mejor. Tendencias naturales del hombre aislacionistas del mundo real que enturbian la existencia ejerciendo como pantallas opacas de lo que de verdad importa. Son esos impulsos innatos los que están manchando la imagen de las universidades, y en contrapartida, la de sus estudiantes. Vean sino lo que ocurrió en la Universidad Rey Juan Carlos en el caso de los másteres dispensados endogámicamente… ¿Cuándo se darán cuenta todos los dirigentes o aspirantes a ello que a sus pupilos les son indiferentes todos sus trapos sucios? ¿Cuándo se remangarán para trabajar por una causa común sin necesidad de dividir o de sembrar cizaña? Cuestiones que representan un brindis al sol, un anhelo ilusorio estancado por la amenaza proyectada de perder el poder o ver que un tercero conquista ese dominio que uno ansía. Ahí está el quid de la corrupción, en las aspiraciones acaparadoras delatadoras del lado oscuro humano.
¿Cómo no va a existir corrupción en la política si cualquier organización jerarquizada corre peligro de pudrirse? Algunos gobernantes olvidan el destino para el que han sido elegidos, así como a sus electores, ciertas autoridades eclesiásticas desvirtúan su cometido divino aprovechándose del cargo que ostentan creyéndose inviolables bajo el palio, y otros olvidan la naturaleza real del galón con el que atavían su ropa viviendo de espaldas a la verdad.