Ned Flanders es el vecino perfecto de los Simpson, tan amable como irritante en su mojigatería. Pero con un oscuro pasado: el Ned Flanders niño era incontrolable. Travieso, inquieto, no aceptaba la disciplina de ninguna clase. También es verdad que sus padres, unos beatniks bohemios, tampoco le imponían ningún tipo de disciplina. Como resume su madre de manera impecable: "¡Hemos intentado hacer... nada y ya no sabemos qué hacer!"
Es un poco el planteamiento que va cundiendo entre nuestros amados dirigentes políticos y empresariales, cuando arrugan la nariz ante fenómenos como la sequía en Cataluña, insólita, y más en esta época del año. Con temperaturas en enero a las que ya ni los más entusiastas pueden quitarle hierro diciendo que "siempre ha hecho calor en enero". O con la constatación de que las estaciones de esquí españolas en pocos años pasarán a ser cementerios de metal y plástico, amontonando telesillas que sólo funcionarán en verano para cuatro turistas despistados que quieran darse un garbeo por el monte, pero sin tener que hacer eso tan fatigoso y antimontañero de andar.
De hecho, si me apuran, es una pena que esa gran idea que fue la candidatura española para organizar unos Juegos Olímpicos de Invierno en 2030 no prosperara, por desavenencias entre aragoneses y catalanes. Habría sido un indudable impacto informativo ver las verdes laderas pirenaicas (o amarillas, que tampoco llueve) preparadas para tan magno evento, que tal vez se habría tenido que relocalizar en Alaska. O mejor aún, como ha pasado este año en muchas estaciones de esquí españolas: celebrar los Juegos Olímpicos a base de cañones de nieve artificial trabajando a todo meter para poner nieve en esas laderas (fabricada a partir del agua que tampoco tenemos), para que luego la nieve se derritiera a toda velocidad.
El cambio climático, en fin, no sólo está aquí, sino que condiciona nuestras vidas mucho más, y mucho más rápidamente, de lo que todos pensaban. Lo interesante del caso es que, a pesar de la grandilocuencia de las declaraciones, da la sensación de que nuestra clase dirigente, o al menos una parte muy significativa de la misma, ha decidido que la actitud más adecuada para afrontar este reto es la de los progenitores beatniks de Ned Flanders: intentar nada y ya no saber qué hacer, bien sea porque claro, es que ya no podemos hacer nada, qué mala suerte, bien sea porque las consecuencias de hacer algo serían peores, porque la gente no quiere hacer ningún sacrificio, o bien, el grado más radical, aunque formalmente minoritario: ¡el cambio climático es bueno! ¡Sol y playa todo el año! ¡Más turismo!
De las tres actitudes, la primera acaba llevándonos a un cambio climático más y más extremo. Esto es lo que hay, no vamos a ponernos ahora a cambiar lo que ya está aquí, así que de perdidos al río. De ahí a la derivación de pensar que, después de todo, el cambio climático no está tan mal (tercera opción) puede haber un trecho más pequeño de lo que pensamos, sobre todo porque permite hacer lo mismo que se ha hecho siempre, y en definitiva podemos decir que hay un plan detrás de todo esto: el plan de provocar más y más calentamiento global para que haga más calorcito. El problema es que eso tendría sentido en un país como Rusia, con inmensas extensiones de tundra helada y con inviernos rigurosísimos, que si se atemperan algo tal vez el sufrido pueblo ruso lo acoja con alegría; pero en España parece más complicado defender que sólo a base de fabricar pisos y bares para atender a los turistas las cuentas nos van a salir. Sobre todo, porque los turistas puede que vengan más en abril y noviembre, pero está por ver si se les hacen tan agradables los meses de junio a septiembre, o si no prefieren quedarse en su casa, ahora que el cambio climático también está modificando las temperaturas y las rutinas asociadas en sus países.
La idea de que el cambio climático no tiene fácil solución porque el público no va a querer hacer sacrificios es democrática y políticamente más defendible, aunque casi nadie la diga en voz alta. Es puro egoísmo (empeorar más y más las condiciones de las generaciones futuras para mantener el nivel de vida actual), pero tiene su lógica. Así se ha funcionado durante décadas, de hecho.
La cuestión es que tal vez la cosa esté cambiando a una velocidad tan grande que ya ni eso nos sirva como consuelo. Porque un cambio climático tan drástico como este no sólo implica que haga más calor y no podamos esquiar ni sobre cubitos de hielo prefabricados ad hoc. Las restricciones de agua suponen un paso bastante más serio, sobre todo porque preludian restricciones (combinadas con aumento de los precios) de las cosas que se fabrican con agua, es decir: alimentos. Y en esa escalada de problemas llegará un momento, y quizás llegue mucho antes de lo esperado, en el que ya no será cuestión de saber qué sacrificios está dispuesta a hacer la gente. Los sacrificios se impondrán, porque no quedará otro remedio, y punto. Eso sí, con mucho calorcito, inmejorable para el turismo.