Seguro que ahora la interpretación será otra, pero tras la muerte de Uderzo, el dibujante de Astérix, yo prefiero quedarme con la del niño que disfrutaba de sus tebeos en casa de sus tíos de Madrid. Las aventuras de los dos galos creados por el guionista Goscinny reunían todo aquello que yo, un muchacho atrapado por su pequeña biblioteca, podía desear en aquel momento. Astérix y Obelix garantizaban carcajadas, guantazos como los de las películas de Terence Hill y Bud Spencer, pequeñas curiosidades de nuestro entorno y de nuestra historia, universos lejanos pero accesibles y, sobre todo, familiaridad. Uno abría cualquiera de sus volúmenes y sabía que todo comenzaría con el mapa y la lupa y que todo acabaría con un festín de jabalíes y Asuranceturix, el bardo, amordazado y atado a un recio tronco de árbol. Era un territorio conocido, seguro, el patio de un edificio en el que se podía jugar a cualquier cosa sin que los padres se preocuparan de los peligros de la calle.
El Imperio Romano de los tebeos de Astérix era, ante todo, un lugar divertido que recorrer. Hasta cierto tiempo después no cobré conciencia de ello, pero sobre todo era divertido gracias a la mezcla de cronologías, al uso paródico de los tópicos europeos, a la mezcla de grafías que representaban los distintos idiomas y a aquellos piratas que siempre acababan con el barco hundido. Solo a Uderzo y Goscinny les he permitido alguna vez ridiculizar a los piratas de esa manera. Me encantaba que en Britania tomaran té, que los egipcios hablaran en jeroglíficos y aquella frase de los soldados romanos después de una batalla con los galos: “Apúntate a la legión, decían, conocerás mundo, decían…”. Y, sobre todo, me encantaban los nombres de los personajes. El anciano Edadepiédrix, el pescatero Ordenalfabétix y su mujer, Yelosubmarín. O entre los romanos, centuriones como Nomefastidius o Tullius Comounacabrus.
Mi relación con los tebeos de Astérix cambió durante una clase de Historia del Arte en COU. El profesor explicaba el arte egipcio, se detuvo un momento en la Esfinge y nos contó que, como todo el mundo sabía, el fabuloso monumento que acompaña a las pirámides perdió la nariz por culpa de Obelix. Aquel año fue prodigioso. Otro profesor me hizo escribir, leí los cuentos de Woody Allen y las teorías sobre la influencia de la cultura de masas de Umberto Eco. Y, como iba a nocturno, comencé a trasnochar para formarme, leer, ver todo el cine que me permitían el vídeo y la televisión e ir forjando lo que finalmente fui. Depuré lo que me sobraba y exploré encrucijadas por las que había pasado sin prestar demasiada atención. Y años después, hilé mi tendencia a viajar, mi pasión por los idiomas y los juegos de palabras, mi europeísmo convencidísimo y, en buena medida, mi sentido del humor, con los tebeos de Astérix. Mi familia y las gaviotas eran la pócima casera que me daba fuerzas para recorrer mundo, la pequeña aldea interior de la que quería salir para luego volver. Y contarlo, por Tutatis.