Después de tantos años, quien me lea me conoce ya, así que no voy a insistir. Bueno, lo mínimo. Las Hogueras de Alicante merecen un plan de reorganización y racionalidad. Sobre todo, porque se sufragan con dinero público. Lo cual quiere decir que también las costea mi vecino de enfrente, un muchacho extranjero que, por determinadas circunstancias que no me parece apropiado comentar, no sale mucho de casa y que estaba pasando la aspiradora en el balcón poco antes de que comenzara la primera mascletà, ayer, para ustedes. Le he observado mientras evolucionaban las tracas y era evidente que no le gustaba demasiado. Ha aguantado estoicamente, pero no acaba de acostumbrarse al ruido, a pesar de que ya lleva unos años viviendo aquí con su familia. Habría que ver cómo llevan, él, sus parientes y la pareja del piso de al lado, que trabaja en casa (sí, confieso que a veces me comporto como el James Stewart de La ventana indiscreta, pero sin ocultarme, sin escayola ni zoom fotográfico y sin sucesos que me puedan obsesionar) a las molestias de una barraca que les pilla justo debajo de la ventana. Si no tuviera que exiliarme cada junio, y si coincidieran nuestros horarios, quizá alguna vez les preguntaría qué les parecen las fiestas.
Como he prometido no insistir, pues eso, que racionalidad. Que es justo lo contrario de alargar el calendario de actividades y organizar un festejo de toro embolado al que por no ir, un poco más y no va ni el toro. Ni quien lo embola, verbo que, para mi sorpresa, sí aparece en el diccionario de la RAE. Con el propósito de no seguir dándome de cabezazos contra la pared de las Hogueras, me he dedicado, después de la mascletà, a fijarme en las esquinas del cuadro. Concretamente, en la gente que se disgregaba de la masa por mi calle, reconvertida en vomitorio de estadio y en aparcamiento de motocicletas. Y ahora que las hostilidades todavía son de baja intensidad, he tratado de imaginar cuál era su destino. Era divertido, especialmente cuando seguía el rastro de las personas que iban a contracorriente. Hasta que me he detenido en dos detalles. El primero, una Vespa verde con una matrícula que evidenciaba que la moto tiene más años que yo. Que ya es decir. Y en estupendo estado de conservación. Con lo cual, me he inventado que su dueño no la saca más que cuando no hay otro remedio que dirigirse al centro a trabajar sin poder utilizar el coche. Y quizá acierto.
Lo segundo que me ha llamado la atención ha sido la confluencia de tres mujeres, dos chicas jóvenes que iban juntas y otra que tenía toda la pinta de trabajar en algún comercio del entorno, que buscaban los contenedores para echar la basura. Uno de esos actos mecánicos en los que apenas te das cuenta de lo que haces hasta que te cambian un elemento de la ecuación. En este caso, los contenedores, desplazados varios centenares de metros sin mediar aviso y por imperativo festero. Las tres han reaccionado igual. Han levantado la cabeza donde debería estar su destino, han abierto los ojos con perplejidad, luego los han entornado para encontrar su nueva ubicación y, una vez localizados, han bufado con resignación. Una cadena de sensaciones muy parecida a la que sentí yo ayer, el lunes para ustedes, cuando me propuse escribir esta columna sobre las declaraciones políticas de Kylian Mbappé y caí en la cuenta de que volvían las Hogueras. Sustituyan la perplejidad por el hastío y añadan la resignación. Pues eso. Que otra vez estamos en fiestas. Que no quisiera insistir. Pero que un poquito de cabeza y respeto no nos vendría mal.
@Faroimpostor