El niño maldito lleva un casco del que sobresalen dos cuernos. Ha sido arrojado a un castillo abandonado por unos villanos a caballo, para alejarlo de la población cercana, que se asusta ante lo incomprensible, ante lo desconocido, ante lo diferente. El niño despierta en la fortaleza, trata de superar los obstáculos de piedra y hiedra, pone a prueba su ingenio y conoce a un ser de luz, una niña de voz suave, que también está encerrada como antídoto contra las sombras. Juntos luchan, piensan, colaboran, avanzan, sortean y descansan entre atardeceres, con el único propósito de alcanzar la libertad que se les ha negado. El niño maldito logra escapar de esa prisión con foso que luce con la extraña belleza de la soledad y el abandono, pero regresa para salvar a la muchacha en un acto de íntima solidaridad y belleza. En el último verso, el niño maldito y el ser de luz rompen sus cadenas tras conocer las historias que les han condenado.
El poema del niño maldito es en realidad un videojuego. Un romance de versos que se activan con los botones del mando de una consola. Sucede que no hay que alejarse demasiado de la realidad para toparnos con la poesía que nos rodea, pero sí que hay que esmerarse en buscarla. Hay poesía en las canciones y los reportajes periodísticos, como nos ha enseñado últimamente la Academia Sueca. Hay poesía incluso entre los agentes literarios depredadores, como demostrará Louise Glück, la última Nobel de Literatura, cuando dedique unos versos a Pre-Textos, la editorial valenciana de la que ha sido arrancada pese a ser la única en media Europa que le tuvo fe. Hay poesía en la basura, como demostró Jim Henson en Fraggel Rock. Y en la reacción de mis compañeros Pep Morell y, seguro, Ernest Parra, a la concesión del Cervantes a su paisano oliver, Francisco Brines. Hay poesía en los ensayos, en los relatos, en las crónicas de sucesos, en los recuerdos de nuestros mayores, en las preguntas de los niños, en algunos muros de Twitter que no se dedican a la poesía y en las listas de la compra que redactan las abuelas con su letra sísmica y paciente. Donde menos poesía hay, probablemente, es en los premios literarios dedicados a vender poesía.
Porque sucede también que nadie enseña a encontrar la poesía, ni siquiera en Brines, como tampoco se enseña ya a leer los mapas, ni la geometría de un hombro desnudo, ni el encuadre perfecto de una buena fotografía. Las actividades de fomento de la lectura no están pensadas para emocionarse con una metáfora ni para dejarse el aliento en un párrafo sin puntuación. Están pensadas para entender las instrucciones de una aspiradora, para optar a un puesto de trabajo en la administración, para que no te engañen con la cuenta de un restaurante. Cosas utilísimas, por supuesto, pero que no son poesía, porque no pulsan lo que sea que se pulse en el cerebro cuando estás delante de una buena historia, de un aforismo cuadrado, de ese juego de palabras manchado de asfalto y pintura acrílica que te rompe los esquemas en un disco de rap. Hay más poesía en Super Mario Bros, en Los Soprano, en Miquel Barceló o en la forma que tiene de vender las alcachofas mi amigo Manolo el verdulero, que en cualquier historia con valores, en cualquier manual de Literatura o en cualquier intento administrativo por llevar a los niños a las bibliotecas. No es que haya que leer a Brines. Hay que enseñar a leer a Brines.
Por cierto. El juego del principio es Ico, diseñado por Fumito Ueda. Y cada mañana me despierta su banda sonora repleta de poesía.
@Faroimpostor