VALÈNCIA. Que la primera victoria iba a aterrizar en Orriols con agonía era algo de lo que Alessio Lisci venía avisando desde hacía semanas. Lo que quizá no sabía el italiano era que iba a costar tanto llevar la calma perdida a Buñol. El Levante encontró por fin un triunfo 27 encuentros después de que el equipo iniciara la peor racha de su historia en Primera División, a caballo entre dos temporadas. Y la agonía y la tensión no estuvieron solo presentes en el partido ni en los últimos minutos mientras los granotas achicaban agua con tal de que el Mallorca no empatara la contienda. La semana previa al encuentro, como otras en las que el equipo se mantenía hundido en sensaciones, no fue fácil.
Tras caer con estrépito en Villarreal, el Levante inició la semana con la necesidad imperiosa de ganar este pasado sábado, como si no hubiera nada más allá de ese partido. Por mucho que el técnico transmitiera públicamente que ganar frente al Mallorca era vital solo en cuanto a sensaciones y no a nivel clasificatorio -a la postre, los resultados de los rivales durante el resto de la jornada han permitido a los del Ciutat meter la tijera en la tabla-, la realidad es que dentro del vestuario el ambiente era bien distinto. La responsabilidad de, tras lo suciedido en La Cerámica, ganar por puntos y por imagen, dio paso a una tensión habitual en un equipo que se encuentra tan atado de confianza y lejos del que, entienden en el equipo, es su hábitat natural.