Ahora que el coronavirus ha decretado el estado de sitio, ahora que estamos sometidos al asedio del miedo, los medios de comunicación no hacen otra cosa que darnos una panorámica general del apocalipsis. Cunde el desánimo, la tristeza y la desconfianza. No damos la mano, no nos besamos en el andén, torpedeamos nuestra agenda de vacaciones, vivimos amurallados detrás de nuestro espacio vital, parapetados a un brazo de distancia de la tierra de nadie en la que se desempeña el enemigo. Una plaga invisible y veloz contra la que todavía no disponemos de antídoto ni vacuna, contra la que las películas de zombies todavía no nos han dado las instrucciones para vencer. A un virus no se le puede destrozar la cabeza con un bate de béisbol, no se le puede controlar con cámaras de vigilancia urbana, no se le puede frenar con muros y concertinas. Es un escenario de Lovecraft, un espanto infrahumano del que, sin embargo, todavía podemos aprovechar alguna lección.
Ahora que vivimos la pesadilla de la Alemania de la Stasi, el silencio recluso de la España de Franco, la realidad delatora del régimen de Irán, ahora que estamos apesadumbrados detrás de la ventana, rota la inocencia de los vecinos, ahogados por la dictadura de las mascarillas, esclavos del tiempo que queda todavía para hallar la cura de la epidemia, podríamos darnos cuenta de que solo progresamos como seres sociales. Lo dice un defensor a ultranza de la soledad por elección. Vivimos porque nos tocamos, porque viajamos, porque regalamos libros de Camus, porque confiamos en los demás, porque no tenemos miedo a abrir las puertas para que entren las corrientes de aire y los invitados de una cena que jamás se sabe cómo acabará. Vivimos porque nos saltamos las fronteras, porque damos abrazos largos y necesarios, porque nos comunicamos frente a frente con los demás, sin necesidad de estornudar en el codo.
Lo digo para cuando pasen la tormenta y las cuarentenas, que pasarán. Para cuando la ciencia tropiece, como por accidente, como de casualidad, con la nueva penicilina del nuevo trozo de pan que se podría en una tartera y alargó la esperanza de vida varias décadas. Que pasará. Para cuando lleguen las buenas noticias de China, para cuando reabra Italia, para cuando llegue la primavera a España y, por una vez, el calor traiga algo más que sudores y noches en vela. Para cuando los mercados se recuperen y traten de apretar otra vez a las clases medias a causa del petróleo, del 5G o de los aranceles aduaneros. No podemos seguir agónicos eternamente, no se puede vivir con miedo, como decía Roy Batty, el replicante de Blade Runner. Tener conciencia de la propia muerte nos hizo trascendentales. Asumirla nos inmunizó a la tendencia de estar todo el día metidos en casa esperando que nos caiga el cielo encima, el único miedo de Abraracúrcix, el jefe de la aldea gala de Astérix. Asumirla fue lo que nos llevó a imaginar que eso nunca va a ocurrir mañana, como él mismo dice. Y por eso salimos, viajamos, rozamos un hombro, saludamos a los desconocidos con los que nos cruzamos en el campo, nos aprendemos el nombre de la anciana que vive enfrente, sonreímos a los hijos de los extranjeros del barrio, apretamos el pecho contra la espalda de nuestra pareja cada noche y soñamos con Samoa. Porque somos sociales y avanzamos todos juntos, mezclados y libres. Ahora que tenemos los movimientos coartados, ahora que sentimos miedo, recelo y desconcierto, ahora que nos asola una plaga egipcia, sonriamos. Nos estamos vacunando contra el miedo.
@Faroimpostor