En esta profesión, no es fácil asistir a una noticia de tinte positivo tan relevante, con tanto peso, con tanto cuerpo de letra en el titular. Tal día como ayer, 20 de octubre, de hace nueve años, ETA anunciaba que dejaba de matar. Aquel día, hace nueve años, cualquier detalle ajeno al mero titular me parecía irrelevante. Acababan los sobresaltos, los estallidos, los disparos, los destrozos, las muertes. Acababa incluso cierta resistencia al dolor, propio y ajeno, que nos había hecho inmunes a los noticieros matutinos de las radios, a las conexiones en directo de los telediarios, a las crónicas de papel, que poco a poco fueron convirtiéndose en simples breves, como me recuerda mi amigo y compañero Enrique Bolland. Nueve años después, la historia, por supuesto, sigue sin acabar.
La izquierda abertzale ya expresa sus ideales a través de la actividad parlamentaria, tanto en ayuntamientos como en diputaciones o, incluso, en el Congreso. Es lo que se buscaba. Ellos y nosotros. La independencia de Euskadi ya es un objetivo legítimo, como lo era cuando ETA no dejaba de asesinar, me señala Enrique, bilbaíno afincado desde hace décadas en Alicante. Ambos coincidimos en lo mismo. En la jungla de los escaños, Bildu ya no es ETA, aunque algunos de sus integrantes formaran parte de la banda terrorista en algún momento. Incluso aunque alguno de ellos cargue, de manera notoria u oculta, con un delito de sangre a sus espaldas. Ahora mismo, es tan legítimo votar lo mismo que Bildu como siempre lo ha sido secundar las mociones del PNV. Lo que no parece querer traslucir quien no equipara jamás su voto al de los abertzales es que se puede llegar a una misma conclusión por razones distintas, me dice Enrique. Tan válido es que Bildu rechace la trata de blancas como que lo haga el PP. Lo malo es no rechazarla. Ahora pueden pedir la independencia, el acercamiento de presos, la amnistía general o que Otegi sea canonizado en Roma. Otra cosa es que puedan o deban conseguirlo.
Coincidimos en otra cosa, él y yo. España es el único país del mundo en el que el nacionalismo se considera de izquierdas. Enrique me asegura que muchos vascos están encantados de que en Euskadi no gobierne la derecha, cuando el PNV es, probablemente, el partido que se ajusta más a los cánones del sistema conservador. Siempre lo he pensado. En un país donde las distintas teorías de la izquierda no fueron capaces ni de unirse para tratar de defender la república de un golpe de Estado militar, es curioso que solo se mantengan en bloque a la hora de defender el nacionalismo. Y así siguen. No hay que ir muy lejos para verlo. Por aquí anda Compromís, por ejemplo. Que se empeña en defender que el nacionalismo no es de derechas. En fin.
Del resto de perfiles de la historia del terrorismo vasco ya se encarga Enrique. Yo le escucho, aprendo y sorbo un té. Me cuenta que la violencia de aquellos años no solo estaba en ETA, sino en una sociedad que amparaba la creación de listas de sospechosos y sometía a presión a los disidentes. Su teoría es que la enfermedad moral no se ha terminado, que es un proceso que exige el paso de más de una generación de vascos. Que se ha impuesto un sutil revisionismo entre quienes sostienen que el buen vasco es el que ellos marcan como tal. Que mientras unos tratan de pasar página, hay otros que no saben quién descerrajó un tiro en la nuca de su hermano, de su tío, de su padre, de su compañero de trabajo. O de una niña que pasara por ahí en el instante justo en que detonaba un coche bomba. Víctimas tan en su derecho de pedir justicia, tan merecedoras de una ley de Memoria Histórica, como los familiares de un represaliado arrojado a una cuneta. Subraya Enrique también que Bildu debería rechazar la violencia, pedir perdón y admitir que un millar de muertes fueron un terrible error sin justificación alguna. Quizá de esa manera, los que continúan pensando que ETA está en las instituciones públicas despierten de una vez de esa pesadilla que empezó hace nueve años, cuando la banda dejó de matar.