VALÈNCIA. Abde, Mehdi e Ismail echan una partida al futbolín tras una larga jornada. Estudios, trabajo, tareas del hogar y, desde que cumplieron la mayoría de edad, un sentimiento constante de miedo. Para jóvenes que se han jugado la vida en una patera o en los bajos de un camión parece que el miedo se quedó en el puerto de Ceuta o Melilla y, sin embargo, hoy, con una disciplina de vida ante la que muchos chavales de su edad claudicarían, el miedo es la constante que les hace seguir. Miedo a que un mínimo paso en falso destruya su proyecto de vida, a descolgarse de la cuerda floja en la que viven, al fracaso ante los suyos, al odio y al racismo estructural.
Llegaron siendo menas —acrónimo que significa Menores Extranjeros No Acompañados y que se usa para deshumanizarlos—, es decir, niños solos sin colchón familiar. Hijos de nuestra administración hasta los dieciocho años. Hoy son ijex —jóvenes extutelados— sobre los que pesa el estigma social. Ismail lo lee a diario en los chats de grupo donde le llaman moro de mierda. «Intento no hacer caso. Voy a estudiar y vuelvo a casa. Si ellos me llaman ‘moro de mierda’ yo les diré ‘payo de mierda’ y estaremos en paz». En realidad no. Porque Ismail, Abde y Mehdi se han convertido en el blanco del discurso del odio y de las fake news que arrastran como una losa de la que depende su porvenir.
Ismail El Mathoune llegó en patera de Tánger a Barbate. «Lo que viví en aquellas 24 horas lo recuerdo como un sueño. Estaba jugando al fútbol con mis amigos en la calle y de repente me convertí en lo que soy ahora. Me dio tiempo de despedirme de mi padre. Fue la primera vez que le vi llorar», recuerda. Una vez en España pasó por varios centros. Llegó dando tumbos a Madrid y de ahí otro tumbo a València. Unos días en el río al raso, y luego los centros de Buñol y Algemesí, hasta su mayoría de edad en la que tuvo la suerte de entrar en la red de recursos de emancipación. En este periplo también ha estudiado: peluquería, carretillero, manipulador de alimentos, soldadura. Muchos esfuerzos y a la espera del arraigo que no llega.
No deja de sorprender que un chico que llegó siendo menor hace tres años, y ha estado tutelado, todavía no tenga sus papeles en regla. No es una excepción. «A raíz de unas sentencias en febrero de 2020, se endurecieron las directrices por parte de las oficinas de Extranjería para la renovación de los permisos de residencia no lucrativa, que es el tipo de permiso de residencia, que no autoriza a trabajar, que tienen la mayoría de jóvenes extutelados. Se exige para su renovación justificar medios de vida y, a partir de este momento, estos no pueden venir de prestaciones sociales. No pueden trabajar, una contrariedad que impide su inserción y participación social», explica Elisabeth Marco, directora de hogares de emancipación de la Fundación Amigó.