Hubo un tiempo en que ir al cine consistía en no tener ni idea de quién era Ennio Morricone. Ni Alfred Hitchcock. Ni mucho menos Thelma Schoonmaker, a pesar de que a casi todo el mundo de mi generación le gustan las películas de Martin Scorsese. Simplemente se dejaba llevar uno por el acomodador, esperaba a que las luces se apagaran y, una vez que rugía el león de la Metro, se teletransportaba a otra realidad. Falso. Se evadía de la realidad. Es el poder del arte, en el que no hay que explicar nada. Bastaba con ser John Wayne durante hora y media. O Bette Davis. Bastaba con desear vivir en un apartamento en Manhattan y mirar por la ventana hacia Central Park mientras se agita un cóctel en la mano, como cuenta Woody Allen en sus memorias. Volar a Río, cruzar el Mississippi o viajar en una alfombra mágica sobre las calles de Bagdad eran el mejor antídoto para los sabañones.
Todo eso acabó. Por desgracia, ahora ya sabemos quién compuso las bandas sonoras de La misión o La muerte tenía un precio. Por desgracia, porque ahora nos hemos quedado con ese vacío que nos genera una persona a la que no hemos conocido en nuestra vida y que, sin embargo, no ha hecho otra cosa que ayudarnos a cruzar las calles de su mano desde que éramos pequeños. Morricone ha muerto y, como ya forma parte de la realidad, hay que explicarlo. David Lynch lo ha entendido; Alejandro Amenábar, no. Y solo hay que disfrutar otra vez de La rosa púrpura del Cairo para aprenderlo. Pablo Iglesias tampoco entiende que solo la realidad exige tener un periódico a mano para que cuadren todas las piezas.
Esto que visitan ustedes cada día es un manual de instrucciones. En diarios como Alicante Plaza se da cuenta de la evolución de la pandemia, del juicio del caso PGOU o de las pruebas de acceso a la universidad. No se trata más que de levantar acta de lo verdaderamente incomprensible, como las colas en extranjería, la compraventa de activos o el socavón que tiene usted justo delante de la puerta de casa. Hay quien convierte esta profesión en arte porque en cuanto abre la boca se le escapa un alejandrino, pero no es lo habitual. Lo habitual es arremangarse, mancharse las manos con tinta de bolígrafo, levantar el teléfono cuantas veces hagan falta, perder literalmente los papeles, dejar bien doblada la dignidad en un cajón durante los veinte minutos que cuesta arrancar una confesión. Y teclear.
Por eso triunfan los iluminados, porque no explican nada y venden paraísos que están al otro lado del muro. Por eso es tan sospechoso el buen talante, porque parece que esconda algo que no sabemos explicar. Por eso es tan fácil de identificar a un mal periodista. Las obras de arte, cuadros, música, películas, novelas, nos atrapan porque tienen la buena costumbre de no parecerse a los periódicos o las etiquetas del champú. Morricone se va sin haber dado una buena entrevista en su vida. Pero nos ha dejado un manojo de sensaciones de las de antes. De las del cine que todavía no explicaba nada. Aquel en el que no entraba la jurisprudencia, ni las facturas de la luz, ni las secuelas que va a dejar la pandemia en la economía turística. Para eso están los medios de comunicación. No son otra cosa. No se dejen engañar.