Se pueden matar a cañonazos, cazarlas con miel y, además, no entran en las bocas cerradas. Sin embargo, lo que es más desconocido es que las moscas —puñeteras o no— son una herramienta indispensable para el avance científico y para salvar millones de vidas. Y además, viajan al espacio
VALÈNCIA.- Un hombre entra en una cabina de teletransporte, pero una mosca está con él. Cuando sale de la máquina todo parece normal, pero el joven empieza a consumir azúcar sin parar y a sufrir cambios físicos extremos. Finalmente se convierte en una mosca gigante y monstruosa que intenta comerse a su novia. Este es el argumento de la película La mosca (1986, David Cronenberg), y aunque los científicos no planean crear monstruos con alas, el parecido genético de los humanos con estos insectos es tan grande que los utilizan para buscar aplicaciones médicas. Esta es la historia de cómo las moscas iniciaron la genética moderna y de por qué el futuro de la humanidad podría estar en sus manos pretarsales.
Estela Selma es investigadora de la Universitat de València. Esta doctora en Biomedicina lleva años trabajando con moscas, y muchas veces le preguntan por qué utiliza estos insectos, si son tan diferentes a los humanos. Ella responde que «las moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) comparten el 70% de los genes humanos que son causantes de enfermedades genéticas. Además, son organismos de fácil manipulación, tienen un ciclo de vida corto, tienen mucha descendencia y es barato trabajar con ellas. Si utilizáramos otros modelos, por ejemplo ratones, todo sería más lento, más caro y presentaría problemas éticos».
Además, se les pueden hacer cosas que serían imposibles en humanos. «Otra de las ventajas de utilizarlas es que existen muchas herramientas genéticas que permiten editar sus genes», explica Selma. Así, se pueden modificar a cientos de moscas en cuestión de semanas para que presenten una enfermedad humana e intentar encontrar una cura. Pero ¿cómo empezó todo esto de utilizar moscas en los laboratorios?
En 1910 un hombre miraba un frasco lleno de moscas de la fruta. Se llamaba Thomas Hunt Morgan y estaba a punto de fundar la genética moderna. Aquella mañana encontró un molesto díptero de ojos blancos mirándole desde dentro de la probeta. Y como las moscas de la fruta tienen los ojos rojos, se dio cuenta de que estaba frente a un mutante. En realidad, él y Fernandus Payne habían sometido a los insectos a radiaciones y productos químicos. Querían ver si podían producirles mutaciones, y lo más importante, entender cómo esos cambios se transmitían de padres a hijos.
La mosca de Morgan fue todo un descubrimiento, pero aún faltaba la segunda parte de la historia. Querían estudiar si sus hijos también serían mutantes, así que la juntaron con otra mosca y esperaron a que la naturaleza hiciera efecto. Pero la sorpresa fue que todos sus hijos tuvieron los ojos rojos. ¿Habían perdido la mutación para siempre? La respuesta no tardó en llegar. Cuando los hijos de la mosca original tuvieron su propia descendencia, ¡todos los machos que nacieron volvieron a tener los ojos blancos!
Hasta ese momento nadie sabía por qué los hijos se parecían a sus padres. Se sabía que debía existir algo llamado gen, es decir, una información que pasaba a la descendencia. Pero qué eran los genes y dónde estaban era un misterio más grande que la transubstanciación.
Ahora bien, Morgan sabía que dentro de las células existían unas cosas llamadas cromosomas, y que además variaban en función del sexo. Si todos los machos —y ninguna hembra— habían nacido con los ojos blancos, ¿podían estar los genes dentro de los cromosomas? Esta hipótesis había sido propuesta unos años antes y era conocida como la teoría cromosómica de la herencia. Pero fue Morgan quien aportó las primeras pruebas de que era cierta, así que finalmente ganó el Premio Nobel por demostrar dónde se encontraban los genes.
Pero claro, Morgan no se quedó ahí. Coleccionó una gran cantidad de moscas mutantes y cientos de biólogos experimentaron con ellas para entender mejor la genética. Y con toda la inercia que se generó en aquellos días, las Drosophila melanogaster se han convertido en un modelo de estudio para la genética moderna.
«Las moscas de la fruta son tan parecidas genéticamente a los humanos que, hoy en día, el avance de la genética básica, e incluso el avance de sus aplicaciones, se verían seriamente afectados si no pudiéramos usarlas en los laboratorios», concluye Selma. Pero ¿qué aplicaciones pueden tener las moscas?
Carlos Casillas es investigador en el departamento de genética de la Universitat de València. En su caso, las moscas son la herramienta fundamental para el estudio de una patología humana. «Nosotros trabajamos con moscas para estudiar la relación entre una proteína y algunos tipos de cardiopatías. Básicamente utilizamos moscas porque estos insectos tienen un gen equivalente al que nos interesa estudiar en humanos».
Gracias a investigaciones previas —entre ellas las de la doctora Selma— se sabe que una proteína llamada rabphilina está relacionada con el desarrollo de enfermedades renales. Pero Casillas intenta ver qué papel juega esa proteína en el desarrollo de las enfermedades cardíacas. «Más o menos el 50% de personas que sufren una enfermedad renal crónica muere por problemas cardíacos. Nosotros queremos estudiar la posible relación entre ambas patologías y la rabphilina. Lo que hicimos fue eliminar la función de este gen en moscas para ver qué les pasaba en el corazón. Observamos los insectos al microscopio y pudimos demostrar que tenían una desestructuración del corazón cuando la proteína no funcionaba correctamente. En concreto veíamos un ensanchamiento, que de hecho es lo mismo que se observa en pacientes humanos que padecen esta enfermedad».
Aún faltan algunas investigaciones para acabar de entender el papel de la rabphilina en estas enfermedades, pero las investigaciones de Selma y Casillas solo son la punta del iceberg. De hecho, desde que Morgan ganara el Nobel, ocho científicos más han sido laureados gracias a las moscas de la fruta. Y en algunos de estos casos, las Drosophila incluso han ayudado a salvar el mundo.
Este fue el caso de Hermann Joseph Muller, un discípulo de Morgan que también fue galardonado en 1946. El motivo fue que logró demostrar —veinte años antes de recibir el premio— los efectos adversos de la radiación. Para ello también utilizó moscas de la fruta, y a lo largo de los siguientes lustros se dedicó a divulgar estos peligros. Pero cuando su país lanzó las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, la cuestión de los peligros de la radiación surgió de nuevo como un tema de moda. Y así fue como, en 1955, Muller se convirtió en uno de los once intelectuales que impulsaron el histórico Manifiesto Russell-Einstein, en el cual se pedía el control de las armas nucleares. Y esta historia, como muchas otras, no habría sido igual sin los estudios en estos insectos.
Pero las aplicaciones de la investigación de las moscas de la fruta no se quedan en lo científico, sino que también pueden ser el origen de riqueza y creación de empleo. De hecho, llegó a existir en la Comunitat Valenciana una empresa dedicada a probar en ellas fármacos para la distrofia miotónica humana, una grave enfermedad de origen genético. Su nombre era Valentia Biopharma S.L, y aunque ya no existe, es un buen ejemplo de que las moscas no solo son una herramienta de investigación básica, sino que pueden ser vitales a la hora de probar nuevos fármacos y crear riqueza dentro del sector biotecnológico. De hecho, existen otras empresas farmacéuticas que basan sus experimentos en moscas de la fruta, como Aktogen Limited y Parkure Ltd.
Pero las moscas no solo han permitido entender la genética y buscar aplicaciones biomédicas; también ayudan al ser humano en su inevitable viaje hacia las estrellas. Fernando Ballesteros es doctor en Física por la Universitat de València y trabajó en el diseño y desarrollo del telescopio espacial de rayos gamma INTEGRAL, de la Agencia Espacial Europea. Y recuerda que «las moscas fueron el primer ser vivo que mandó el ser humano al espacio. Luego ya vendrían otros animales como perros y chimpancés, pero primero fueron las moscas. Y se mandaron para ver si era seguro enviar humanos».
La historia de las moscas y el espacio no se quedó ahí. Como relata Ballesteros, «en la Estación Espacial Internacional está el laboratorio Fruit Fly Lab, que permite trabajar con moscas de forma prolongada en el espacio». La utilidad de estos insectos allí arriba es muy amplia, pero uno de los ejemplos más claros es ver cómo afecta el espacio a los organismos a largo plazo. «Existe una cosa llamada anomalía del Atlántico Sur. Es un glóbulo de campo magnético donde se quedan atrapadas las radiaciones del Sol, y hay una especie de burbuja con radioactividad alta. La Estación Espacial Internacional pasa por ahí, y cuando eso ocurre, los astronautas tienen que meterse en una cámara especial para evitar la radioactividad. Pero las moscas del laboratorio están en un ambiente permanente de mayor radioactividad y microgravedad. Y es interesante intentar descubrir cómo puede afectarles».
Ahora bien, ¿cómo logran entender qué les pasa a las moscas del espacio? Ballesteros explica que «tienen dos poblaciones genéticamente idénticas, una en la Tierra y otra en la Estación Espacial Internacional, y hacen los mismos experimentos para ver cómo les afecta la ingravidez y la radioactividad. Miden muchas variables, como la eficiencia cardíaca. Por ejemplo, han descubierto que cuando las moscas llevan un tiempo en el espacio, se les produce una insuficiencia en el corazón».
Este hecho sirve para entender para qué sirve todo esto de las moscas en la exploración espacial. Si grupos de científicos en la Tierra, como los de Selma y Casillas, utilizan insectos para entender el papel de algunos genes en las dolencias cardíacas, también es posible hacer investigaciones similares en el espacio para entender por qué se producen problemas de corazón en misiones espaciales prolongadas. Y comprender un problema es el primer paso para solucionarlo. Pero la cosa no se queda ahí. Como recuerda Ballesteros, en el laboratorio Fruit Fly Lab de la Estación Espacial Internacional «también se ha visto que el sistema inmunológico se ve afectado en los viajes espaciales. Las moscas que han estado en órbita enferman más rápidamente que las que han estado en la Tierra. Y como curiosidad, también se ha visto que los fetos de las moscas se desarrollan mejor en el espacio que en la Tierra. Aún no se sabe por qué. Una de cal y una de arena».
Todas estas misiones tienen un objetivo claro: mandar seres humanos al espacio de manera prolongada —e incluso permanente— para iniciar la colonización del Sistema Solar. Pero el ser humano no ha evolucionado para enfrentarse al océano cósmico, y los estudios con moscas le serán de utilidad para diseñar remedios que le permitan esa colonización de forma segura.
Puede parecer exagerado decir que las Drosophila son vitales para el avance de la humanidad, pero no lo es. Se reproducen mucho, comen poco, casi no ocupan espacio, genéticamente se parecen a los humanos y se pueden manipular con facilidad. Y aunque hay otros insectos parecidos, el conocimiento acumulado sobre ellas es enorme. Entre otras cosas, existen miles de mutantes que tienen genes equivalentes a los que producen enfermedades humanas.
Pero las moscas de la fruta no están solas en su carrera por el conocimiento. Los humanos utilizan otros animales para hacer ciencia. Se les llaman organismos modelo y son imprescindibles para algunos campos de la ciencia. Algunos ejemplos son la bacteria Escherichia coli, la planta Arabidopsis thaliana o el nematodo Caenorhabditis elegans. Todos ellos han aportado toneladas de conocimiento y una buena cantidad de Premios Nobel.
La pregunta es obvia. ¿Cómo es posible que un ser humano, por ejemplo Shakespeare o Picasso, se parezca tanto genéticamente a una mosca, una bacteria, una planta o un nematodo? El origen de todo esto está en la evolución biológica. Es un hecho indiscutible que los humanos y todos los seres vivos que se conocen tienen un antepasado común. Los biólogos evolutivos llaman a ese abuelo universal LUCA (Last Universal Common Ancestor) y de él han heredado sus genes todos los organismos de la Tierra.
Probablemente nunca se llegará a saber quién era ese tal LUCA, pero como herencia de aquel pasado misterioso, han quedado unos genes que comparten todos los seres vivos. Gracias a ellos, los científicos han logrado experimentar hasta comprender enfermedades, y en algunos casos, curarlas. Además, en el camino grandes misterios biológicos se han resuelto gracias a las moscas de la fruta. Y en última instancia, estos insectos pueden tener la última palabra para fijar el destino de la humanidad, que no es otro que el de acabar poblando las estrellas.
* Este artículo salió publicado en el número 84 (octubre 2021) de la revista Plaza