No sé cuántas columnas como esta he escrito ya. No sé cuántas me quedan por escribir. No veo una solución factible para la violencia contra la mujer, al menos, a dos generaciones vista. La educación, claro. La única salida posible para solucionar todos los males que nos rodean. El remedio contra el machismo, la intolerancia, la avaricia, el cambio climático, el vertido de plásticos y la crisis migratoria. La fórmula secreta para erradicar la violencia y el hambre, para fomentar la investigación y el progreso científico. Lo cual estaría muy bien si no fuera porque la educación no le importa a nadie a quien le deba importar. Porque de nada sirve la inclusión en los planes de estudio de asuntos sociales que nos atañen a todos si luego se recortan los presupuestos docentes, si luego se rebajan los temarios con cataplasmas pedagógicas, si luego se utiliza la enseñanza como arma arrojadiza, si luego se reduce a un mero mercadeo de salidas laborales. La educación. Vale. La de los jóvenes que, actualmente, son los que están liderando las protestas y propuestas sociales, a pesar de todo, aunque luego no se les tome demasiado en serio.
Pero mientras. No hay planes viables para el cambio de rumbo. Ni con los que recibimos una educación de egebé ni con los anteriores. Ni tampoco con los que desde que la educación se convirtió en una chatarrería de siglas, están recibiendo recordatorios constantes sobre la igualdad de género, pero no son capaces de distinguir dónde están las líneas que separan sus caprichos de los derechos de los demás. Tampoco hay más que golpes de pecho y minutos de silencio en las altas instancias. Porque ni la educación ni nada que tenga que ver con la ciudadanía es la prioridad ahora mismo de los políticos, enfrascados en acorazar las barreras que los votantes les han obligado a destruir. La educación es la única salida viable, claro. Pero también el consenso daría ejemplo, ayudaría a ver que las cosas se pueden arreglar, por muy difíciles que parezcan. Pero ahora no se lleva. Nunca se ha llevado, en realidad, en este país que no sabe discutir. La última tendencia es amenazar con una repetición de las elecciones en lugar de intentar recortar diferencias para alcanzar pactos. Entre la izquierda y la derecha. Entre la izquierda y la izquierda. Entre la derecha y la derecha. Ni siquiera eliminando los extremos, tanto los borrachos de rencor que niegan hasta el Holocausto, como el feminismo ultra que pretende dictar a las mujeres lo que deben hacer, como si fueran hombres de toda la vida. Ni siquiera así da la impresión de que podamos llegar alguna vez a un puerto seguro. La toma de conciencia de que perder un poco es ganar también es una cuestión de educación.
Van más de mil asesinadas desde que comenzaron a apuntarse nombres en la lista de bajas de la violencia doméstica. Y ni siquiera son muchas, si tenemos en cuenta las cifras que arrojan los países de nuestro entorno. Pero la herida no se cerrará hasta que no comprendamos que un solo caso es demasiado. Porque el crimen es el último peldaño de la relación entre hombres y mujeres. Y cincuenta, sesenta, setenta asesinatos al año son solo el estallido final de una mecha que comienza cuando no se sabe estar solo, cuando no se saben controlar los impulsos, cuando apenas basta con sonreír para levantar una sospecha, cuando la equivalencia es una amenaza, cuando se reacciona con indiferencia ante los ojos atemorizados de una mujer. De esos casos hay miles. Y esos no pueden nunca ser pocos en un país que se pretende civilizado. Ya vamos camino de las dos mil muertes. No hay más remedio que insistir.
@Faroimpostor