Cada vez que salta el rumor, casi siempre fundado, de que un medio de comunicación desaparece o de que va a desencadenarse una metralla de despidos entre mis compañeros, me irrito. Y cada vez que alguien comenta una situación de estas características y alude a lo de que sin periodistas no hay democracia, me irrito aún más. Es cierto que, en ocasiones, destapamos las alcantarillas y sacamos a la luz escándalos que desratizan las instituciones. Pero con eso no mejoramos la democracia, sino que le sacamos brillo. Los periodistas perdimos hace mucho nuestra condición de cuarto poder, aunque algunos sigamos empeñados en elevarnos como Santa Teresa en pleno éxtasis en vez de poner los pies en el barro, que es lo que tendríamos que hacer. El gran problema de nuestra profesión es, precisamente, que no solemos ejercer nuestros derechos. Ni el de elevar nuestra voz ni el de defensa de unas condiciones laborales dignas. La gangrena del periodismo es, como en todos los sectores, el dinero. A lo que solemos añadir la insoportable y falsa sensación de que pertenecemos a una inviolable profesión ungida por no se sabe qué dioses.
Hemos dejado que nos mantenga, casi en exclusiva, la publicidad institucional. Hemos dejado que existan medios que rinden vasallaje a un determinado gobierno, del ámbito territorial que sea. Hemos borrado la escala de grises de nuestros idearios. Hemos permitido que las redes sociales nos adelanten por todos lados a la hora de generar interés entre los usuarios. Hemos conocido colegas que reciben oscuros ingresos extra. Hemos perdido credibilidad por culpa de compañeros de profesión que solo dan voz a la polémica y la mentira. Nos hemos extraviado en el laberinto de las nuevas tecnologías sin que, de momento, sepamos muy bien por dónde salir, asunto especialmente grave en la captación de anunciantes. Nos hemos rendido a la urgencia, vemos el extraordinario resumen informativo de Ángel Martín como una anécdota y no como un síntoma. Hemos sido incapaces de convencer a las corporaciones que nos teledirigen de que este no es un negocio al uso. Hemos sucumbido al centralismo que engulle el periodismo de proximidad. Hemos sufrido una sangría de audiencias. Nada de esto tiene que ver con la democracia, sino con los balances de cuentas.
El periodismo es una profesión extraordinaria. Un oficio que alimenta la vocación cada vez que publicamos un buen reportaje, cada vez que ayudamos a algún colectivo con nuestras publicaciones, cada vez que desvelamos la desnudez de los emperadores. Siempre he dicho que esta profesión da una alegría al mes y un disgusto diario. Pero nos vale. Por eso toleramos lo intolerable. La precariedad que denunciamos en otros colectivos y que se ahoga en el silencio externo en nuestros casos. Lo barato que sale desmantelar una redacción, una emisora, un gabinete de comunicación. La fabulosa cantera de profesores de instituto en que se ha convertido el nuevo periodismo. Pero seguimos pensando que el nuestro es un oficio esencial, como un profesional sanitario, un proveedor de supermercado o un agricultor. Y no. Lamentablemente, no. No hemos sabido captar nuevos clientes, no hemos conseguido que los lectores pasen del titular. No se trata de salvar la libertad de prensa, de dar voz al pueblo o de denunciar la mala praxis política. No solo. Se trata de recuperar la dignidad y de dar con la tecla que, por fin, nos ayude a cambiar un sector que sigue funcionando igual que en los tiempos de Liberty Valance. Y para eso, hemos de empezar por convencer a nuestros jefes de que una vez fuimos importantes. Desde la sección de local hasta la de internacional.
Ánimo, compañeros.
@Faroimpostor