No lo había pensado hasta que he abierto el editor de textos y me he cruzado de brazos para decidir cuál iba a ser la primera frase de esta columna. Tiene cierto sentido que el año opinológico haya comenzado igual que el cronológico, en Oceanía. Igual que desde las islas del Pacífico llegan las primeras imágenes del año entrante, desde Australia nos ha llegado el primer passing shot de la temporada, la posible entrada de Novak Djokovic en el país para disputar el Open, con la red central empapelada con todas las prevenciones sanitarias y con argumentos negacionistas de las vacunas. De momento, el Gobierno está al servicio y el tenista serbio no deja de ajustar todos los restos a la línea. Naturalmente, se trata de un combate por dinero y poder, no por convicciones. Y precisamente ahí es donde radica el interés del asunto. Lo que está sucediendo en Australia es un compendio de la sociedad actual, del momento en que nos encontramos y de las trazas que contiene el material con el que está fabricado nuestro futuro más próximo.
Mi opinión sobre este caso no merece toda una columna. Por breve y por no vinculante. Las reglas son iguales para todos. Pero con estas últimas seis palabras no relleno la caja con la que me gano el jornal. Naturalmente, cabría toda una exposición repleta de palabras como solidaridad, responsabilidad, libertad, individualismo y privilegios de los ricos. Un texto que desembocaría, presumo, en la anécdota que protagonizaron los reyes de España en el desfile de la Pascua Militar. Ya saben, Felipe VI recogió del suelo un broche que se le había caído a la reina Letizia. Escuché la opinión de cierto personaje televisivo, tan válida como la mía, por supuesto, que más o menos venía a decir que los monarcas no son personas como los demás y que el rey no debería haber roto el protocolo para doblar las rodillas y rescatar la joya perdida. Aquí habría defendido yo que, si eso fuera cierto, nuestro soberano no debería haberse casado con una plebeya de su elección, sino con la heredera de alguna corona europea y por conveniencia dinástica. Y habría acabado con algo así como que si ni en esto llegamos a alguna conclusión válida, cómo íbamos a resolver lo de Djokovic, mucho más determinante, interesante y complejo, a mi juicio.
Habría sido una buena manera de evitar hablar de las dos únicas cosas que, en realidad, están pasando: la evolución de la pandemia y la evidencia del cambio climático. Porque 2022 se ha estrenado con desidia, las noticias no son más que un eco de las temporadas anteriores, como en una serie de televisión alargada sin motivos argumentales, y lo verdaderamente original ocurre en Kazajistán, con una rebelión popular aplastada por los tanques, y en el sol, donde hemos enviado una sonda que orbita a gran velocidad y a una distancia tan próxima a nuestra estrella que pone de manifiesto que el viejo chiste sobre astronautas españoles va a perder todo su sentido. Algo que apenas notaríamos en estos tiempos en que se ha perdido el sentido del humor. Australia, Kazajistán y el sol. Como escribió Julio Cortázar: “Hace rato que ando lejos y no sé”. A ver si este año es capaz de traernos algo menos de complejidad y algo más de cercanía. Que las columnas no se escriben solas. Feliz 2022.
@Faroimpostor