Atiendo al debate de investidura en el Congreso y quiero sentirme un poco como Juan Carlos de Manuel, pero sin claves internas y con las piernas cruzadas ante una estufa que me calienta los pies. No lo consigo, naturalmente. Pero aguanto hasta que el marcador refleja el resultado final, con la ajustada victoria del primer gobierno de coalición que se da en esta España que no sabe coligarse ni conjugar casi ningún verbo reflexivo. El desenlace me deja cierto punto de decepción, nada comparable a la que sienten los que han llegado hasta el final de la última trilogía de Star Wars, pero decepción al fin y al cabo. Porque mientras los que conocen el plano subterráneo de la política, con sus nudos y estaciones, saben anticiparse a las siguientes jugadas, yo aún estoy en el estado de aprender los rudimentos, como bien me achacan los seguidores de Ciudadanos en Twitter.
Y con las intervenciones que se han ido sucediendo durante estos días de trajín parlamentario, he ido aprendiendo muchas cosas. Por ejemplo, que la Monarquía, pese a ser una institución que pagamos entre todos, debe quedar al margen de la crítica y su posible optimización. Por ejemplo, que los votos de quienes están a favor, de cualquier cosa, valen más que los de quienes están en contra, también de cualquier cosa. O viceversa. Por ejemplo, que nadie en este país quería que ETA dejara de matar y pasara a convertirse en un partido político con votantes legítimos incluidos. Por ejemplo, que la constitucionalidad de las cosas solamente tiene un sentido, dictado por un ideal eventual y no por el frío láser de la legislación vigente. Por ejemplo, que el pasado no existe más que en las redes sociales y que cualquier declaración previa sirve para envolver el pescado, como el papel del periódico del día anterior. Por ejemplo, que la capacidad de consenso no es hereditaria. Y por ejemplo, que las sumas de votos que llevan a un candidato hasta la Moncloa no nacen de la democracia, por mucho que provengan de un sufragio ciudadano emitido en todo el Estado, si se saltan las líneas delimitadas como los niños pequeños con los cuadernos para colorear. Delimitadas por los otros, se entiende.
Con todas estas lecciones aprendidas, uno sigue a lo suyo y detecta cierta dejadez en los discursos, que están destinados únicamente a consolidar a los que ya están consolidados. Justo al revés de lo que está haciendo Hollywood, que trata de que las películas lleven los condimentos necesarios para que gusten a todo tipo de públicos. O votantes, que parece que ya va siendo lo mismo. De tal manera, que Aitor Esteban, portavoz del PNV, parece Billy Wilder, por comparación con los demás. Ahora, lo que le queda a un servidor es confiar en que este Gobierno de izquierdas que aún tiene que escapar de las amenazas de algún que otro eurodiputado sea, efectivamente, de izquierdas. Que de tanto viajar hacia el centro casi todas las formaciones políticas, salvo esas que todos ustedes saben, el eje de las ideas ha quedado ligeramente inclinado hacia la derecha, como las malas mesas de billar y mi columna vertebral. Más que nada por comprobar si, por fin, se nota la diferencia. También será divertido ver cómo se conjuga la política social con la resolución de conflictos y demandas, como mínimo, nacionalistas, que nada tienen que ver con la solidaridad y la igualdad, sino todo lo contrario. Pero de eso, como de todo, los que más saben son, seguro, los de Ciudadanos. Los demás deberemos esperar acontecimientos.
@Faroimpostor