Hermida Editores publica esta obra maestra del relato breve, cinco cuentos inquietantes que se conectan los unos con los otros sobre el tablero de una cotidianidad desconcertante
VALÈNCIA. Cuando el velo prosaico de la realidad se estira y se rasga, se repliega en dobleces por un aire de los acontecimientos inesperado, o se perfora lo suficiente para que podamos ver, es que detectamos que algo no cuadra, aunque las cosas sigan su curso inexorable hasta la calma chicha final del universo. Son esos sucesos extraños los que dan un sabor diferente a la existencia, son la pimienta cayena frente al sopor y al tedio, y más que en la vida respirable, se encuentran en las historias que contienen, por ejemplo, los libros. Sí, hay quien busca desesperadamente las anomalías en la calle o en una carretera secundaria y suele tirarse toda la vida tras ellas sin el menor rastro de éxito. No, donde uno puede verdaderamente localizarlas y contemplar sus misterios es entre palabras en las páginas de un relato. No siempre se muestran, claro.
Hay veces que el marketing, las fajas y sus hiperbólicos mensajes libro-del-año nos engañan y nos llevan hasta unas páginas sin sal, del montón. Otras veces, sin embargo, se tiene la suerte de llegar a un libro de esos que no dicen ser el libro de la centuria o del milenio, un libro que casi pasa desapercibido en el lahar constante de novedades, un título que se pesca al vuelo quizás movidos por el influjo de una buena portada y por la reputación del sello y que de pronto sí resulta ser, probablemente, uno de los mejores de la época. Cuando eso ocurre, la alegría es enorme. Se escribe mucho, y se diría que se publica aún más. Los buenos libros son anomalías. Los extraordinarios, casi milagros. Mujeres solas, de la japonesa Takako Takahashi (1932-2013), publicado por Hermida Editores y traducido por Suso Mourelo y Kaoru Togaki, es de los segundos.
Durante los ochenta y un años que supo vivir, Takahashi se esforzó en romper el vestido de realidad que se le había atribuido al nacer mujer. Graduada en Literatura Francesa y casada con un hombre con quien compartía el sueño de la escritura, no fue hasta que su marido murió que empezó la explosión de su carrera, con traducciones, relatos, ensayos y novelas con éxito entre la crítica. Antes había renunciado a seguir a su esposo a un trabajo de profesor universitario en Kioto para poder centrarse en su propia carrera. Takahashi no se sentía en absoluto cómoda dentro de lo que la sociedad esperaba de ella: no cabe duda de que ese es el origen de su mirada única y de sus personajes femeninos inadaptados, incómodos, crueles, alucinados. Al final de su vida, la autora incluso se mudó a París y se metió a monja, en busca de un paisaje distinto al del Japón en el que nunca encajó. Tampoco encajó en el convento, por lo que volvió a su país como monja carmelita, ocupación de la fe que también le cansó y que abandonó para regresar a Kioto a cuidar a su madre. En sí misma, su biografía podría ser el sexto relato de Mujeres solas. Ahí sí encajaría.
Desde el primer relato hasta el último de la obra, uno no puede sino asombrarse ante el talento estratosférico de la autora: su dominio de lo que se dice y de lo que no se dice, del pulso de las emociones, de la cadencia y del ritmo es absoluto. Takahashi escribe con seguridad superdotada: hila finales únicos, sostenidos, levanta personajes siniestros como un demonio hannya y los introduce en situaciones que la mayoría no se atrevería a proponer, plantea atmósferas que se se mantienen siempre con un pie en lo asumible y el otro en un terreno que si estuviéramos hechos de palabras como las protagonistas, no querríamos tener que explorar. Todo comienza con unos incendios en unos días interminables de sequía, sigue con los sueños impertinentes que sufre una viuda y con su drástico y horrible remedio, después con una niña inquietante que roba en unos almacenes —aquí el libro se eleva y ya no vuelve a descender—, de ahí al recuerdo de un amante sádico que obsesiona a una mujer casada con una vida estable, y por último, al epílogo de una anciana que ha perdido a sus seres queridos y que es un imán para los encuentros fortuitos con suicidas.
Cuando hablamos del talento anormal de Takahashi, hablamos de sensualidades bizarras, de escenas con aroma a Quién puede matar a un niño, de esto: “Después, el niño da un pequeño empujón al globo y este sale volando camino del cielo […] Un hombre, cansado por algún motivo que nadie conoce, camina solo por el interior de un edificio de oficinas vacío al atardecer de un sábado. La puerta de emergencia de la quinta planta está abierta por alguna razón desconocida y el hombre se dirige a ella, llega al descansillo en el que está la escalera de incendios y, sin motivo concreto, dirige la mirada al cielo que se recorta sobre los edificios.
En el aire resuena una voz infantil y enigmática, un globo rojo, un globo rojo, vamos a soltarlo al cielo. Efectivamente, un globo rojo idéntico al sol del atardecer se acerca flotando. Un globo rojo, un globo rojo se ha inflado velozmente, continúa esa voz infantil que parece provenir de otro mundo. De pronto, el hombre siente el deseo de armonizarse con el globo que flota y avanza un paso hacia el vacío. El globo se convierte en el sol del atardecer”. Sensacional. Magistral. A esas alturas de Mujeres solas ya hemos sido subyugados por la autora y su sistema de relatos conectados por puertas: por allí sale un personaje de escena, aquí somos el nuevo protagonista que estaba también viendo lo mismo que nosotros y que toma el relevo. Podríamos seguir con ese juego escalofriante durante muchas más páginas, o quizás no, porque Takahashi parecía conocer con total precisión la medida de lo perfecto.